jueves, 18 de abril de 2024

EL PARAÍSO MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL. (Nikolái Aleksándrovic Berdiáev)

 

De la destination de l’homme.

Nikolái Aleksándrovic  Berdiáev (Kiev 1874-Paris 1948)

Editions L’Age d’Homme. S.A. Lausanne 1979  Pp. 365-381

Tercera Parte

CAPÍTULO III

EL PARAÍSO MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL.

El hombre conserva profundamente arraigado en su corazón, una reminiscencia y una nostalgia del paraíso. En algún lugar, en la más remota intimidad de su ser, este recuerdo y este sueño se encuentran. Nuestra vida se desarrolla entre el cielo y el infierno. Somos exiliados de paraíso, que aún no hemos penetrado definitivamente en el infierno. Desde la zona intermedia de nuestro mundo, que está lejos ¡ay!  del Edén, soñamos con el paraíso, lo evocamos en el pasado y en el futuro. El pasado original y el futuro final se mezclan, al punto confundirse, en la idea del paraíso.

La leyenda de la Edad de Oro era una leyenda relativa al Edén. Pero la conciencia mitológica del paganismo conocía el paraíso en el pasado, sin conocer su espera mesiánica en el futuro, una espera que sólo era inherente al antiguo Israel. La mitología está siempre vuelta hacia el pasado, el mesianismo hacia el futuro. La leyenda bíblica del paraíso, como estado primitivo del hombre y la naturaleza, es un mito en el sentido realista del término. En cambio, la venida del Mesías y el advenimiento del Reino de Dios constituyen un mesianismo. En resumen, la Biblia comporta a la vez un mito y un mesianismo. El proceso universal comenzó con el exilio del paraíso. Pero incluso rechazado en esta tierra, el hombre es capaz no sólo de recordar la edad de oro, sino conocer, en la contemplación de Dios, la verdad y la belleza, en el amor, en el éxtasis creativo, instantes de verdadera felicidad paradisíaca. Además el paraíso no existe sólo en su recuerdo, en su sueño y en su imaginación creadora; se ha conservado en la belleza de la naturaleza, en la luz del sol, las estrellas titilantes, el cielo azul, las cumbres inmaculadas, los mares y ríos, el bosque y el campo de trigo, las piedras preciosas y las flores, en la maravillosa configuración del mundo animal. Sólo una vez una cultura humana se ha acercado un poco al Edén, fue la de la Grecia antigua. El proceso universal comenzó en el Paraíso y retorna allí, aunque paralelamente avanza hacia el infierno. El hombre evoca el paraíso en la génesis de la vida universal, y lo sueña en el futuro, en el fin de las cosas, al mismo tiempo que presiente con horror el infierno.

Encontramos el paraíso al principio, y el cielo y el infierno al final. Parece a primera vista que toda la adquisición y enriquecimiento del proceso universal ha consistido en asociarse al infierno. Pues el infierno es precisamente ese “nuevo" que surgirá al final, mientras que el paraíso no es más que una repatriación. Pero ¡qué triste es esta reintegración, después de que la humanidad se haya dividido y alguna parte haya desertado del paraíso! Este es aparentemente el fruto del árbol del conocimiento. En la vida paradisíaca integral, nada existía fuera de ella en tanto que la distinción entre el bien y el mal no había surgido. Pero habiendo surgido, esta se desdobló y la vida infernal se afirmó inmediatamente. Este es el precio de la libertad, de la libertad de conocer y elegir entre el bien y el mal. El atroz presentimiento del infierno, si no para uno mismo, al menos para los demás llena de amargura el recuerdo y la nostalgia del paraíso. El precio de la libertad humana resulta ser el infierno. Sin esa libertad, la vida paradisíaca habría sido eterna, integral, nada la habría ensombrecido. Y el hombre está obsesionado y seducido por la idea del restablecimiento de esta vida. Es este sueño el que está en la raíz de todas las utopías del paraíso terrenal. El hombre es exiliado del Edén porque su libertad ha resultado ser fatal. Pero, ¿puede reintegrarla renunciando a su libertad?

La dialéctica relativa al paraíso y la libertad fue desarrollada con brillante agudeza por Dοstοϊewsky (1). Él consagró varios escritos a este problema que tanto le torturaba tanto : El sueño de un hombre gracioso", “ El sueño de Versiloff" y,

(1) Véase mi libro: L'Esprit de Dostoievlky.

hacia el final de su vida, “La leyenda del Gran Inquisidor”. No pudo reconciliarse ni con el paraíso que ignora la prueba de la libertad, ni con el que se organizaría coercitivamente sin la libertad del espíritu humano. Para el no es admisible más que el paraíso habiendo pasado por la libertad, que ha deseado. El paraíso impuesto, tanto en el pasado como en el futuro, era objeto de horror para Dostοϊewsky, que lo consideraba como la tentación del Anticristo. Pues Cristo es ante todo libertad. Pero una luz nueva se encuentra así proyectada sobre la leyenda de la caída. La tentación diabólica no es la tentación de la libertad, como demasiado a menudo imaginamos, sino la tentación de negar la libertad, la de la beatitud forzada e impuesta. Aquí nos acercamos al misterio último de la caída que, racionalmente insoluble, cοrrespοnde a los misterios del destino final del hombre. Dios quería la libertad de la criatura, y en ello basó su designio de la creación. A esto está ligado la vocación creativa del hombre. Por eso estamos obligados a concebir la caída desde un ángulo antinómico e irracional. En efecto, ella corresponde a la vez tanto a la manifestación y a la prueba de la libertad del hombre, a su éxodo del paraíso natural primitivo y preconsciente, ignorando la libertad del espíritu, y a la pérdida de esta libertad, a la sumisión del hombre a los elementos naturales inferiores. Es ahí donde se forma el nudo de la vida universal. La caída fue necesaria, porque la realización del sentido supremo de la creación requería la libertad. Pero la necesidad de la libertad es una contradicción y una paradoja, que no somos capaces de resolver en el pensamiento y que sólo podemos experimentar en la vida. La caída es la violación del Sentido, y sin embargo debemos reconocerle uno: el paso del paraíso original, ignorante aún de la libertad, a un paraíso que la conoce.

Por eso es imposible prever un retorno al estado paradisíaco primitivo. No sólo nos es rechazado, sino que ni siquiera podríamos desearlo. Este retorno habría indicado la improductividad y el sinsentido del proceso universal. El paraíso que nos espera al final de ese proceso es muy distinto del que lo inauguró. Es el que sigue al conocimiento de la libertad, después de todas las pruebas. Podríamos incluso sugerir que es un paraíso que sucede al infierno, a su libre rechazo, a la experiencia del mal. La tentación de volver al no-ser, que precedió a la creación del mundo, es libremente superada por el ser conforme a la Idea divina. El Paraíso, donde la vocación creadora del hombre no se había despertado, es sustituido por un paraíso donde se ha realizado plenamente. Dicho de otro modo, el paraíso natural es sustituido por un paraíso espiritual. El paraíso, como estado original del hombre, ignora aún la venida la venida del Dios-Hombre, mientras que el que acabará el proceso universal será Reino de Cristo, el Reino del Dios-Humanidad. Este es el resultado positivo del proceso universal.

Pero en medio de este proceso, el hombre exhausto sueña incesantemente con su regreso al paraíso perdido, a la inocencia y plenitud originales. Está dispuesto a renunciar a todo conocimiento, que él ve como el resultado del desdoblamiento y la pérdida de la integralidad de la vida. Está dispuesto a huir sufrimiento de la "cultura" para redescubrir la alegría y la "naturaleza". Y cada vez que se entrega a estos sueños y aspiraciones, experimenta la decepción, porque no sólo la "cultura", sino incluso la "naturaleza" están manchadas por el pecado original. Sólo le queda abierto un camino: el de la fidelidad ilimitada a la “idea del hombre", el que conduce al reino del espíritu, en la  que entrará también la naturaleza transfigurada. El conocimiento del bien y del mal está ligado a la pérdida de la de la integralidad paradisíaca, pero el camino debe ser recorrido hasta el final. Una vez que el hombre se ha comprometido en este camino, el conocimiento mismo deja de ser un mal (1). El conocimiento puede tener por objeto el mal, pero no es malo en sí mismo; y en él se realiza la vocación creadora del hombre. Es en esto que la "cultura" se justifica y se protege de los ataques de la "naturaleza".

La belleza primitiva de la naturaleza conserva un reflejo del paraíso perdido, pero el hombre sólo irrumpe en ella a través de la contemplación artística, que es la transfiguración creativa de la cotidianidad natural. Este reflejo existe también en el arte, en la poesía, y el hombre, a través del éxtasis creativo, comulga con la beatitud paradisíaca. Encontramos en particular este reflejo en la poesía de Pushkin, que triunfa sobre la pesadez del "mundo".

(1)  Es en esto sobre todo en lo que estoy en desacuerdo con Leon Chestov

El arte de Pushkin no es ni cristiano ni pagano: es edénico. Pero en él, también, el elemento paradisíaco no se adquiere más que a través de la vía de la creación, no a través de un retorno a la naturaleza original. Es lo mismo en todas las cosas. .

La llamada vida moral no es en absoluto una vida edénica, y el paraíso no es el triunfo del bien. El "bien" y la vida "moral" implican siempre una amargura; la del juicio la de la duplicación, la del rechazo continuo del "mal” y de los "malvados". En su reino no encontramos esa liberación divina, este alivio, esa integralidad, esa iluminación de la criatura. El paraíso es el cese de la preocupación, la evasión de este mundo, que describe Heidegger, y la obtención de la integralidad del espíritu. Sin embargo, la vida moral implica una pesada preocupación, la de la lucha contra el mal, y un desdoblamiento, el que escinde lo "bueno" de lo "malo". El Paraíso, cuyo corolario sería el infierno, correspondería a un reino del "bien" por oposición al reino del "mal". Pero no conocería la integralidad, estaría impregnado de amargura, debido a  la proximidad del infierno con sus tormentos eternos. Y este paraíso sería una de las elucubraciones más monstruosas de los "buenos". Vivimos en una vida pecadora, en la que nos resulta prodigiosamente difícil pensar el paraíso. Adaptamos a él las categorías de nuestra distinción entre el bien y el mal, mientras que él reposa más allá de esta distinción. Penetramos más allá, concibiéndolo como belleza. El paraíso es la deificación de la criatura. La transfiguración y la iluminación del mundo corresponden a la belleza, no al bien, que se refiere a un mundo no-transfigurado, y no- iluminado. Sólo la belleza nos libera de la preocupación que aún conlleva el bien. Y una vida eterna en el más allá, donde subsistiera esta distinción de paraíso e infierno, conservaría una preocupación y una carga, no conferiría ni reposo, ni integralidad, ni alegría absoluta. Pues el infierno, al cual es inherente la expansión, tomaría de todas formas la ofensiva, y se entablaría necesariamente un conflicto trágico. La idea del infierno, en tanto que triunfo definitivo de la verdad y la justicia divinas, es un pensamiento intolerable, que no podría apaciguar a los elegidos. El infierno no puede no ser el sufrimiento del paraíso, y la existencia del primero excluye la posibilidad del segundo.

Sólo se puede concebir el paraíso de una manera apofática, toda especulación catafática engendra contradicciones insuperables. La antinomia fundamental reside aquí en el hecho de que el hombre desea ardientemente el paraíso, soñando con su beatitud, mientras lo teme como un fastidio, una uniformidad, una inmovilidad, una finalidad. Esta antinomia está ligada a la paradoja del tiempo y la eternidad. Esta antinomia proviene del hecho de lo que adaptamos a esta última lo que sólo se aplica al primero. Es imposible concebir la perfección, la plenitud y la integralidad en el tiempo, pues nos parecen una detención del movimiento creador, un contentamiento de si (autosatisfacción). De ahí el fastidio generado por todas las utopías del paraíso terrestre. La perfección, la plenitud y la totalidad son irrealizables en el tiempo, porque implican el fin del tiempo, su derrota, el acceso a la eternidad. Pues si en la eternidad, la perfección es una infinitud positiva, en el tiempo sólo es una finalidad. La vida en paradisíaca en nuestro tiempo, sobre nuestra tierra habría marcado el fin del proceso creador de la vida, de las aspiraciones infinitas y el consiguiente aburrimiento. ¡Y estas son las mismas características que el hombre ha tratado de transponer al paraíso del más allá! Pensamos en el tiempo y proyectamos el paraíso en el futuro, y es por lo que nos aparece el cese del movimiento, de la búsqueda, de la creación infinita, en definitiva, la obtención de un contentamiento definitivo. Parece que no queda libertad en el paraíso. Y, en palabras del "individuo retrógrado y burlón" de Dοstοϊewsky, estamos dispuestos a  'mandar el paraíso al diablo' para vivir según nuestra voluntad. El hombre sueña con el paraíso, lo teme y vuelve a la trágica libertad de este mundo. El orden y la armonía, a las cuales se sacrifica la libertad del individuo, le es intolerable.

Pero el paraíso no está en el futuro, no está en el tiempo. Está en la eternidad. Y la eternidad se obtiene en el momento presente, no comienza en el presente que es sólo una parte del tiempo desgarrado, sino en el presente que es una evasión fuera del tiempo. No marca un cese de la vida creadora, es una vida creadora de un orden diferente. Su movimiento no se efectúa en el espacio y el tiempo, sino interiormente; se simboliza por un círculo y no por una línea recta. Debemos acordar al paraíso más vida de la posee nuestro mundo pecador posee, más y no menos movimiento; sin embargo, su movimiento no es el de la "naturaleza” sino el del "espíritu" que absorbe toda la tragedia de la vida aquí abajo. En efecto, no se podría concebir su perfección como negación de la dinámica creadora. Excluye la agitación y la languidez del mundo, la inquietud y la preocupación engendrada por el tiempo, pero posee indiscutiblemente su propio movimiento creador. El paraíso es una paradoja para el hombre, debido a que la infinitud en el tiempo y el cese del movimiento le parecen inconcebibles para él. Sin embargo, esta paradoja es debida, una vez más, a lo que adaptamos al mundo del más allá las dificultades torturantes de nuestro mundo de abajo. Tenemos una anticipación del paraíso en el éxtasis, en el cual nuestro tiempo se rompe, nuestra distinción entre el bien y el mal es abrogada, donde es dado al hombre onocer una liberación definitiva y donde toda pesadez desaparece para él. El éxtasis de la creación, el de la contemplación de la luz divina, el del amor, nos transporta por un instante al paraíso, y este instante no forma ya parte del tiempo. Pero tan pronto como cesa, la duración del tiempo reaparece, todo se apelmaza, decae, se somete a la preocupación y a la cotidianidad. La conciencia escatológica se topa con la paradoja del tiempo, problema que alcanza una complejidad y una intensidad particulares en las creencias milenaristas, Esta creencia refleja toda la aspiración nostálgica del hombre a la felicidad y la beatitud, al festín mesiánico,  al paraíso no sólo del cielo, sino de la tierra, no sólo de la eternidad, sino también de nuestro tiempo histórico.

En el milenarismo, la eternidad se transporta al tiempo y el tiempo se compromete con la eternidad. Esta es la antigua esperanza de la humanidad en la instauración del Reino de Dios, en la realización de la verdad divina al final del proceso universal, es decir la esperanza de contemplar el paraíso, de alguna manera, dentro de los límites de nuestro tiempo. Es la esperanza de ver el resultado positivo de este proceso aparecer en cierta esfera intermedia, que no estará ya en el tiempo, no estando todavía en la eternidad. Ahí radica la dificultad fundamental de todas las interpretaciones del Apocalipsis, el lenguaje de la eternidad debe traducirse al lenguaje del tiempo. Se puede rechazar esta paradoja de dos maneras: o bien rechazando la idea milenarista, lo que equivale a transferir todas las cosas en la eternidad, y dejar en el tiempo un mundo no divino y exiliado del paraíso; o, por el contrario, concibiendo el Reino de Dios de manera sensible, es decir, como antes de instaurarse sobre nuestra tierra y en nuestro tiempo.

Aunque la revelación cristiana es ante todo el anuncio del Reino de Dios  y la esencia del cristianismo es la búsqueda de ese Reino, esta idea no se presta a interpretación y da lugar a contradicciones irreductibles. En efecto, el Reino de Dios no puede concebirse en el tiempo, puesto que es el fin, puesto que marca el fin del mundo, el advenimiento del nuevo Cielo y de la nueva Tierra. Pero si está fuera del tiempo, es decir, en la eternidad, no podemos relacionarlo exclusivamente con el fin del mundo, puesto que el fin sigue concebido en el tiempo. En realidad, el Reino de Dios se instaura en cada instante donde se efectúa una evasión fuera del tiempo hacia la eternidad. Entre yo y la eternidad, es decir, la consecución del Reino, no es el lapso infinito de tiempo que nos separa aún del fin del mundo. Hay dos accesos a la eternidad: uno a través de la profundidad del instante, el otro a través del fin del tiempo y del fin del mundo. El Reino de Dios viene imperceptiblemente. Se le concibe como el Reino de los Cielos, pero su llegada también puede también tener lugar en la tierra, susceptible de iluminar y de heredar la eternidad. Y no nos es dado establecer un límite entre la otra tierra, la nueva, y la nuestra. La idea de un paraíso terrenal es utópica y un milenarismo erróneo. Pero en un sentido más profundo, podemos concebir el paraíso en la tierra, ya que la irrupción en la eternidad, el éxtasis y la contemplación de Dios, la alegría  y la luz son posibles aquí. La interpretación escatológica del del Reino de Dios es la única interpretación exacta. Pero su paradoja resulta del hecho de que el fin no sólo está aplazada a un futuro ilimitado, sino que está presente en cada momento de la vida. La Escatología está en el seno del proceso de la vida. Y el Apocalipsis no es sólo la revelación del fin del mundo y de la historia, sino también del fin en el seno del mundo y de la historia, en el seno de la vida humana, de cada instante de la vida. 

Es muy importante superar la concepción pasiva del Apocalipsis en tanto que espera del fin y del juicio. Debe concebirse como una llamada a la actividad creativa humana, al esfuerzo y la hazaña heroicos. Pues el fin también dependerá del hombre, él aumentará sus acciones. La visión de la Jerusalén celestial, descendiendo del cielo sobre la tierra, es una de las visiones posibles, perro el hombre, por su libertad, su creación y sus esfuerzos, debe preparar su venida.  En resumen, crea de una manera activa el paraíso y el infierno que corresponden a su vida espiritual y se revelan en las profundidades del espíritu. La conciencia, débil y derribada por el pecado, rechaza el paraíso y el infierno fuera, y los transfiere al orden objetivo, semejante al orden de la naturaleza. En cambio, cuando es más profunda los integra al espíritu, dicho de otra manera, deja de soñar con el primero y de temer el último de forma puramente pasiva. A partir de entonces ya no se proyectan en el tiempo, en el futuro. El juicio divino se cumple en cada instante, corresponde a la voz de la eternidad resonando en el tiempo. Por eso la idea del paraíso, como la del infierno, deben estar completamente mente liberadas de todo utilitarismo. El Reino de es el logro de la perfección, la deificación, la belleza y la integralidad del espíritu, no una retribución.

La idea del paraíso está fundada sobre el postulado según el cual los perfectos, los justos, los santos, son al mismo tiempo los bienaventurados, siendo la vida en Dios una felicidad. Pero la idea de la beatitud de los justos es fuente del eudemonismo. El eudemonismo terrenal sugiere que el hombre está engendrado con vistas a la felicidad. El eudemonismo celeste cree que el hombre está creado en vista de la beatitud. Considera que la infelicidad y el sufrimiento son el resultado del pecado, que antes de la caída, la beatitud reinaba en el paraíso, que la bienaventuranza designa al justo sometido a Dios, al santo, y que en el nuevo paraíso que le espera, recobrará la beatitud. La identificación de la santidad con la beatitud corresponde a la de lo subjetivo y lo objetivo, es decir, a la integralidad. Pero es difícil para nosotros que vivimos en un mundo pecador y sometidos a su ley, para nosotros cuya psicología está abrumada por el pecado, concebir esta identidad. Conservamos una secreta desconfianza con relación a la beatitud paradisíaca, porque lo trágico, el sufrimiento, la insatisfacción, son como el índice de un estado superior en el mundo pecador. En realidad, estas son las doctrinas morales más bajas, el hedonismo, el eudemonismo, el utilitarismo, que hacían de la felicidad el fin de la vida y el  criterίum del bien y del mal. Y es con razón que consideramos este fin como una ilusión, como una seducción. En la vida de nuestro mundo, nos son concedidos instantes de alegría e incluso de beatitud, en tanto que evasión de este mundo y comunión con el mundo de la libertad que  ignora la gravedad y la preocupación, pero ninguna felicidad estable y duradera. Por otra parte, el hombre aquí no aspira a ella. La concepción del fin de la vida como felicidad es netamente el producto de la reflexión y el desdoblamiento. Además, y esto es importante para nuestro problema, los hombres demasiado felices, demasiado apaciguados, demasiado satisfechos, provocan una duda en cuanto a su profundidad. Se les supone tener aspiraciones limitadas, de ser indiferentes a las desgracias ajenas, y se les cree culpables de suficiencia. En resumen, la beatitud edénica parece ser reprensible en nuestro mundo pecador. Y es el caso del esteticismo, que pretende el cielo en condiciones terrenales. Nosotros difícilmente podemos transportarnos a un plano del ser donde la dicha paradisíaca sería la expresión de la perfección y la santidad. Y aquí nos topamos con una paradoja a la vez ética y psicológica.

La beatitud edénica, que sigue compartiéndose con nosotros en raros momentos de la vida, corresponde a la obtención de la integralidad, de la plenitud, de la perfección semejante a la de Dios. Y, sin embargo, este estado nos inquieta como una suspensión del movimiento del espíritu, un cese de la aspiración y la búsqueda infinitas, como una indiferencia a la existencia del infierno. Vivir en un estado edénico significa alimentarse del árbol de la vida e ignorar el bien y el mal; sin embargo, nos alimentamos de los frutos del árbol del conocimiento, vivimos según esta distinción y la transponemos a este nuevo paraíso que debe inaugurar el fin del proceso universal. Aquí yace la distinción ontológica entre el paraíso del principio y el del fin. El primer paraíso ofrecía la plenitud original, ignorando el veneno de la conciencia, el de la distinción y el conocimiento del bien. Ignoraba la libertad, que apreciamos como si fuera nuestra mayor dignidad. Para él, no hay vuelta atrás. El segundo, en cambio, supone que el hombre ha pasado ya por la exacerbación y el desdoblamiento del consciente, por la libertad, por la distinción y el conocimiento del bien y del mal. Éste designa una nueva integralidad y una nueva plenitud, la que sucede al fraccionamiento. Y, sin embargo, este paraíso nos inquieta porque el infierno es su correlativo ¿Qué hemos de hacer con el mal y los malvados que son la consecuencia del desdoblamiento de la conciencia y de la prueba de la libertad? ¿Cómo han de gozar de la dicha paradisíaca si les están destinados los tormentos eternos, si el mal no ha sido ontológicamente vencido, si posee un reino?

Si el paraíso del principio de la vida universal es inaceptable porque la libertad no ha sido experimentada, aquel cuyo advenimiento debe tener lugar al final de esta vida lo es igualmente también porque la libertad ha sido probada allí y ha producido el mal. Este es el problema fundamental de la ética en su aspecto escatológico. Acaba sin poder resolverlo. La idea de perfección, la idea de la felicidad, nos atrae y nos repugna a la vez. Nos repugna, porque concebimos la perfección y la beatitud en lo finito, mientras que están en lo infinito, dicho de otra manera, porque racionalizamos lo que se opone a la racionalización, porque nuestro pensamiento, en lugar de proceder aquí por la vía de las locuciones negativas, adopta la de las locuciones afirmativas.

Para la conciencia cristiana, la beatitud paradisíaca corresponde al Reino de Cristo y es inconcebible fuera de él. Ahora, este punto por sí solo cambia toda la cara del problema. Pues entonces la cruz y la crucifixión forman parte de esta bienaventuranza. El Hijo de Dios y el Hijo del Hombre desciende a los infiernos para liberar los que aquí sufren. El misterio de la cruz elimina así la  paradoja fundamental de la dicha paradisíaca que engendra la libertad. En adelante, para que el mal sea derrotado, el bien debe crucificarse. Aparece bajo una nueva luz: lejos de condenar a los malvados al suplicio eterno, él mismo acepta ser atormentado. Los "buenos" no prometen  a los "malvados"  la perdición  y no buscan su propio  triunfo, sino que ellos mismos descienden ellos mismos al infierno al lado de Jesús para liberarlos. Sin embargo, esta liberación no puede comportar violencia.  Y ahí radica la inverosímil dificultad del problema. No se puede resolver humana y naturalmente, es preciso llegar aquí, recurrir a la teandricidad y la gracia. Ni Dios ni el hombre pueden violar la libertad y obligar a los malvados al bien y a  la felicidad. Sólo el Dios-Hombre, que une misteriosamente gracia y libertad, conoce el misterio de esta liberación. Toda la dificultad que tenemos para concebir este problema -dificultad que nos obliga a permanecer en docta ignorantia - proviene del hecho de que los malvados no pueden ser llevados al bien, en el sentido de la palabra que damos aquí abajo a ese término. Sólo pueden ser traídos  al supra-bien, es decir, al Reino más allá del bien y del mal.

Ahora bien, el Reino de Dios es precisamente el Reino del supra-bien, en el que el resultado y la prueba de la libertad tienen aspectos muy diferentes a los que tienen en nuestro mundo. De donde una ética de la vida totalmente distinta de la nuestra, de donde una reestimación de los valores. La escatología proyecta una nueva luz sobre toda nuestra. La ética de doctrina del bien que era, deviene la del supra-bien, la de los caminos que conducen al Reino de  Dios. Adquiere un carácter profético, en ella la pesantez de la ley se supera. Pero esta reestimación de los valores, este deseo de ir más allá del bien y del mal fue el escollo que Nietzsche, a quien un profetismo no iluminado le era inherente. Al transferir nuestro mal de abajo. más allá del bien y del mal, él mismo no logró franquear el límite.

La ética del supra-bien no designa en modo alguno indiferencia o indulgencia con relación al mal. No exige menos, sino más. Es una ética que rechaza (la idea de ) los malvados al infierno, que es una ética minimalizada, porque renuncia a la victoria sobre el mal, a la liberación e iluminación de los malvados; es no ontológica, limitándose a distinciones y y valoraciones, sin alcanzar la verdadera transfiguración del ser. La ética religiosa, basada en la idea de la salvación personal del alma, es la ética del egoísmo trascendente. Invita al ser humano a asegurarse un futuro feliz frente a la desgracia de los demás hombres y del mundo, niega la responsabilidad de todos para con todos, rechaza la unidad del mundo creado, del cosmos, y conduce así a la desfiguración de la idea del paraíso y del Reino de Dios, no existe la persona aislada, encerrada en sí misma. La beatitud ontológica me es negada a mí, que me he liberado del todo lo cósmico y sólo me ocupo de mí mismo.  Se niega solo a los buenos que han reivindicado una posición privilegiada. El desapego del hombre con al hombre y con el cosmos es el resultado del pecado original y es impensable relacionar este resultado con la obra de la salvación, introducir en la visión del Reino de Dios lo que sólo se aplica al mundo pecador. La salvación es la reunión del hombre con el hombre y con el cosmos, mediante la reunión con Dios, por lo que la salvación individual, o la salvación de los elegidos es impensable. La tragedia, la crucifixión y el sufrimiento continuarán en el mundo mientras la iluminación y la transfiguración de toda la humanidad y del cosmos no se hayan efectuador. Y si son irrealizables en el eón de nuestro mundo, no cabe duda de que vendrán de otros, en los que se completará esta obra; pues no se podría admitir que la vida terrena del hombre pueda agotarla. Mi salvación y transfiguración están ligadas no sólo a  las de los demás hombres, sino a las de los animales, plantas y minerales, a su inserción en el Reino de Dios, que depende de mis esfuerzos creadores. Por eso incluso la ética debe tener un carácter cósmico. El hombre es el centro supremo de la vida universal, que, habiendo caído por su propia culpa, debe, a través de él, levantarse. La idea del Reino de Dios es incompatible con el individualismo religioso o ético. La afirmación del valor supremo de la persona, lejos de ser una preocupación por la salvación personal, es la expresión de su vocación creadora en la vida universal. Se puede admitir una aristocracia del conocimiento, de la belleza, del refinamiento de la vida, pero no se podría tolerar la aristocracia de la salvación.

Existen dos clases de bien: el que se revela en las condiciones del mundo pecador, el que evalúa y juzga, en otras palabras, el bien de aquí y el bien como consecución de la cualidad suprema de la vida, que ni evalúa ni juzga, sino que irradia luz, es decir, el bien del más allá, El primero no tiene nada que ver con la vida paradisíaca; es el del del purgatorio, desaparece al mismo tiempo que el pecado. Es él quien, proyectado en la vida eterna, crea el infierno. El infierno es precisamente el traslado de nuestra vida de abajo a la vida eterna y al siglo de los siglos. En cuanto a la otra forma del bien, está más allá de nuestra distinción del bien y del mal, y no admite la existencia paralela del infierno es el supra-bien. Pero sería un error creer que sólo el primero puede ser nuestro guía en esta vida esta vida, y que el segundo no podría tener para nosotros esa significación. Es precisamente esto lo que nos lleva a revalorizar nuestros valores y nos lleva a un nivel moral más elevado. No procede de una indiferencia ante el mal, sino de una profunda y torturante experiencia de su problema. La primera forma del bien no resuelve el problema del mal. Generalmente la ética no sabe qué hacer con él; lo juzga y lo condena, pero es impotente para vencerlo, ni siquiera aspira a hacerlo. Por eso ignora tanto el paraíso como el infierno y sólo conoce el purgatorio.

La ética del acto creador ya forma ya parte de la zona paradisíaca zona paradisíaca, aunque conoce el sufrimiento infernal. El paraíso es un vuelo extático y creativo hacia el infinito, superando la gravedad, el encadenamiento y la duplicación. Este vuelo está más allá de la sentencia relevando la distinción entre el bien y el mal. Es el caso del amor. La ética del acto creador debe ser, en cierto sentido, una ética milenarista, orientada hacia el eón que se sitúa en la frontera del tiempo y la eternidad, del mundo de aquí y del mundo de más allá, en el que en el que se funde nuestro endurecimiento. La vida edénica no puede ser enfocada desde un punto de vista estático, y es en esto en lo que el paraíso del fin dofiere del paraíso del principio.

La vida paradisíaca es ante todo una victoria sobre el atroz desgarramiento del tiempo, esa pesadilla de nuestra vida de abajo. Nos volvemos hacia el pasado, en el recuerdo, y hacia el futuro, en la imaginación, permaneciendo así ambos en el presente. Ahí reside la paradoja del tiempo. En pós de un presente eterno, victorioso de la huida mortífera del tiempo, escapamos hacia el pasado o hacia el futuro, como si pudiéramos asirlo en ellos. Por eso, viviendo en el tiempo, estamos condenados a no conocer nunca el presente. La orientación hacia el futuro, tan característica de nuestro eón, conduce a una aceleración del tiempo, que nos impide detenernos en el presente para contemplar lo eterno. Sin embargo, la vida paradisíaca está en el eterno presente. Nuestra civilización contemporánea se opone a él. En efecto, su aceleración del tiempo, lejos de ser una oleada hacia el infinito, nos esclaviza al tiempo y nos hace comprender el tortuoso sufrimiento de la sed infinita. Este eón se dirige hacia una catástrofe; no puede continuar hasta el infinito, pues todo en él se destruye a sí mismo; y el que le sucederá, substituirá la orientación hacia el futuro por un vuelo creativo hacia el infinito, hacia la eternidad.

Hay dos respuestas típicas en lo que concierne al destino del hombre: una afirma que está destinado a la contemplación, la otra sugiere que él está destinado a la acción. Pero es un error oponer la una a la otra estas dos vocaciones, hacerlas excluirse recíprocamente. En efecto, el hombre está llamado a la creación, su papel no puede reducirse al de espectador, incluso de la belleza divina. La creación es una acción, supone una victoria sobre la dificultad, comporta un elemento de labor y también una inquietud. Pero también conoce paralelamente momentos de contemplación que pueden ser calificados como edénicos, momentos en los que la ansiedad cesa, la calma se establece, la dificultad y la labor desaparecen y el hombre comunica con lo divino. La contemplación es el estado supremo, es un fin autónomo y no podría ser un medio, pero también es una creación, una actividad del espíritu.

El último problema escatológico de la ética es el del sentido del mal, el más torturante de los problemas humanos. Se intenta resolverlo ya sea bajo el ángulo del dualismo, ya sea bajo el del monismo. La solución dualista se encuentra dentro de los límites de la distinción entre el bien y la proyecta hacia la vida eterna, como infierno y paraíso. Así el mal queda reprimido en un orden del ser particular e infernal del, se convierte en un puro no-sentido pero un no-sentido  que confirman la verdad del sentido, ya que el mal recibe su castigo. La solución monista rechaza eternizar el infierno y y subordina en principio el mal al bien, ya sea como un elemento del bien que no parece ser un mal más que por la limitación de la conciencia, o como una divulgación insuficiente del bien , o sea como una ilusión, una apariencia. El conocimiento del mal plantea necesariamente el problema de su significado. La primera solución la ve en el suplicio que sufre el mal como consecuencia del triunfo del bien. La segunda solución lo ve en el hecho de que el mal es una parte del bien y que está sometido a él como a un todo. Pero, a decir verdad, el mal aparece en la primer caso como insensato y el mundo en el que ha surgido no podía ser  justificado. En la segunda hipótesis, el mal es simplemente eliminado, y reina una indiferencia absoluta hacia él. Estas concepciones son ambas deficientes y no hacen más que denunciar la insuperable paradoja del problema. Esta paradoja consiste en que el mal es un no-sentido, un desprendimiento del Sentido, y en que, sin embargo, le debe ser reconocido un sentido positivo, si la última palabra del ser retorna en última instancia al Sentido, es decir, a Dios. No es inclinándose por una u otra de estas afirmaciones contradictorias como podremos escapar de esta paradoja. Debemos reconocer de una vez que el mal es un no-sentido y que posee un sentido. La teología racionalizada, que se considera ortodoxa, no escapa en absoluto a esta dificultad. Si el mal es un puro no-sentido, una violación del sentido del mundo, y si encuentra su conclusión en el infierno eterno, entonces el sinsentido infernal forma parte del designio divino, y la creación del mundo se reduce a un fracaso. Si, por el contrario, el mal no acaba en el infierno, si tiene un sentido positivo, se convierte él mismo en una forma no realizada del bien, y es difícil luchar contra él.

Se ha intentado superar esta dificultad recurriendo a la libertad de la criatura, al libre albedrío en su forma tradicional. Pero, como ya hemos visto, los dilemas no han hecho sino retroceder y trasladarse a la fuente de la libertad. El sentido positivo del mal reside en el hecho de que libertad, dignidad suprema de la criatura, implica su posibilidad. La vida paradisíaca ignorando el mal no satisface al hombre que lleva en sí la imagen divina. Este aspira a una vida en la que la libertad habrá sido probada hasta el final. Pero esta prueba engendra el mal, y por eso la vida paradisíaca que la ha sufrido es una vida que también ha conocido su sentido positivo. La libertad tiene una fuente insondable y preóntica, y las tinieblas que emanan de ella debe ser iluminada y transfigurada por la luz divina, por el Logos. El sentido positivo del mal no se encuentra sólo en el enriquecimiento que aporta, en la vida, la lucha heroica llevada a cabo contra él y la victoria que comporta. Esta lucha y esta victoria, lejos de identificarse con la represión del mal en un orden particular del ser, corresponden a su derrota efectiva y definitiva. en otras palabras, a su iluminación y transfiguración. Esta es la paradoja fundamental de la ética, comporta dos caras:  esotérica, la otra exotérica. La ética se transforma ineludiblemente en una escatología en la que ella encuentra su solución. La última palabra retorna a la deificación pero es accesible a través de la libertad y la creación del hombre, que enriquecen la vida divina misma.

La posición fundamental de la ética, habiendo comprendido la paradoja del bien y del mal, encontraría su traducción en la fórmula siguiente : - actúa como si escucharas la llamada de Dios y que fueras invitado a cooperar en su obra en un acto libre y creador; descubre en ti la conciencia pura y original,   disciplina tu persona; lucha contra el mal en ti y a alrededor de ti, no con miras a crearle un reino, devolviéndole al infierno, sino en vista de triunfar realmente, contribuyendo a iluminar y transfigurar  a los "malvados".


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