N. Berdiaev. De la destination de l’homme.
Editions L’Age d’Homme. S.A. Lausanne 1979
DEL ESTADO
El examen del Estado en su esencia va más allá del alcance
de este libro. Consideraré, únicamente desde el punto de vista de la ética, su
naturaleza y nuestra actitud hacia él. Este problema será necesariamente
también el de sus relaciones con la libertad y la persona humana.
Por su origen, su esencia y su fin, el Estado no está más
animado por el pathos de la libertad que por el del bien, o el de la persona
humana, aunque esté en relación con ellos. Es, ante todo, el organizador del
caos natural, cuyo pathos es e l del orden, la fuerza, la expansión y la
formación de grandes entidades históricas. Si mantiene coactivamente un mínimo
de bondad y justicia, nunca lo hace p o r q u e sea naturalmente bueno o justo
-estos sentimientos le son ajenos-, sino sólo porque sin un mínimo se
produciría una confusión general, que amenazaría con disociar los entes
históricos ; porque correría el riesgo
de perder él mismo todo poder y estabilidad. El principio del Estado es ante
todo la fuerza, y la prefiere al derecho, a la justicia y al bien. El
crecimiento del poder es su destino. Conduce a la conquista, a la extensión, a
la prosperidad, pero también puede conducir a su pérdida. En el conflicto entre
fuerzas reales y derecho ideal, el Estado opta siempre por las primeras, y no
es el mismo más que la expresión de sus correlaciones (1).
No puede revestir ninguna forma ideal -todas las utopías que lo sugieren son
fundamentalmente defectuosas-, sólo es susceptible de mejoras relativas, y
éstas están generalmente ligadas a los límites que se le imponen. El Estado
siempre aspira siempre a transgredir sus límites y a devenir absoluto, sea bajo
la forma de monarquía, de democracia, o de comunismo. El mundo antiguo
grecorromano no conocía límites para la Ciudad-Estado. Éstos fueron
establecidos por el cristianismo que llegó a sustraer la persona del poder de
este mundo. Fue él quien dio al alma humana la primacía sobre todos los reinos
del mundo. Introdujo un dualismo, que se intenta resolver en los nuevos tiempos
a favor de la dominación del Estado, pero que es, en realidad, insuperable. El
Estado pertenece al mundo pecaminoso y no tiene analogía con el Reino de Dios.
Hay en él una profunda paradoja, pues mientras lucha contra las consecuencias
del pecado, imponiendo límites externos a la manifestación de la mala voluntad,
él mismo está contaminado por ella y refleja en él esta decadencia.
Las tentativas hechas de dar al reino del César un carácter
sagrado y teocrático fueron una de las mayores tentaciones en la vida de la
Iglesia y del cristianismo. Se remonta a Constantino el Grande. Las monarquías
cristianas, tanto imperiales como papales, confundieron de forma monstruosa el
reino del César y el reino de Dios, en la cual el primero tuvo la prioridad. Se
atribuyó al Estado sagrado, al poder del monarca, la dirección de las almas
humanas y el cuidado de su salvación; en otras palabras, se le encargaba una
tarea que pertenece exclusivamente a la Iglesia. Pero ese tiempo ya pasó.
La relación entre la Iglesia y el Estado se establece de
forma paradójica, pues puede decirse que el Estado forma parte de la Iglesia,
como puede decirse que la Iglesia forma parte del Estado. Ciertamente, la
Iglesia espiritual y mística es el cosmos cristianizado, el alma del mundo
llena de gracia, y, visto desde este ángulo, el Estado es sólo su parte
subordinada y menos cristiana, por ser la más sometida a l a influencia del
pecado y, en consecuencia, a la
(1) El discurso de Lasalle, De
la Constitution, contiene mucha verdad.
de la ley. Pero histórica y socialmente hablando, la Iglesia
considerada en el plan empírico, resulta ser parte del Estado, está sometida a
su ley y e s protegida u oprimida por ella. Y ése es el origen de la tragedia
de su vida. El Estado es la esfera de la vida social cotidiana, en la que se
cuela una voluntad demoníaca de poder. Ya sea democrático o monárquico, es
siempre un reino del César. También es mentira atribuir a la una u otra de sus
formas un valor absoluto o sagrado. El Estado tiene una misión positiva en el
mundo natural y pecador. "No en vano el magistrado lleva la espada ; el
poder es indispensable en el mundo caído. Pero si e l E s t a d o , aun el más
defectuoso, cumple en parte esta misión, también la distorsiona y desfigura por
su tiranía, por su tendencia a violar sus límites, por las pasiones a que está
expuesto. El amor al poder y a la tiranía, el desprecio de la persona humana y
de la libertad, se manifiestan en el Estado democrático, como en el Estado
monárquico, y alcanzan su paroxismo en el Estado comunista. El Estado se erige
bajo el signo de la ley y no de la gracia. Es cierto que , además de la ley, s
e manifiesta en él la creación humana, pero ésta está desprovista de gracia y
no significa la penetración en el Reino de Dios.
No puede haber Estado ideal perfecto, porque todo Estado
representa necesariamente la dominación del hombre sobre el hombre; y como el
principio de esta dominación es producto del pecado, no puede como tal entrar
en el Reino de Dios, que sólo conoce relaciones d e amor. La vida ideal y
perfecta marca el fin de esta dominación, de toda dominación impuesta, de
manera general, incluso la de Dios, pues sólo en un mundo pecador puede
aparecer Dios como una autoridad. En este sentido, el anarquismo contiene algo de
verdad, pero no es adaptable a nuestro mundo, sometido a la ley, y su utopía es
una mentira y una seducción. Sin embargo, la vida perfecta sólo puede
concebirse desde el ángulo anarquista, que corresponde al pensamiento
apofático, el único verdadero, porque es el único en el que se elimina toda
analogía con el reino del César y en el que se produce el desapego. La mentira,
el carácter no sagrado del poder del Estado, consiste en lo que desmoraliza
libera las pasiones y vuelve a poner en libertad los instintos inconscientes
que se han acumulado. Desde un punto de vista ético, el poder debe reconocerse
como una necesidad y una carga, no como un derecho y una reivindicación. El
poder es tan pecaminoso como cualquier otra codicia. Desgraciadamente, todo poder
lo provoca, y es necesaria una excepcional elevación moral y espiritual para
que la persona que ejerce la autoridad no tenga concupiscencia. Ahora bien, el
poder pertenece a esta vida social cotidiana, en la que rara vez se encuentra
la elevación moral y espiritual. Así es imposible ver en sus manifestaciones
una teofanía y sostener que el hombre debe soportar su tiranía.
Hay dos principios éticos auténticos: o el amor y la
transfiguración de la vida por la gracia, o la libertad y la ley que la
protege. El Estado no es un reino de gracia y amor, y sólo está parcialmente
vinculado p o r la libertad y la ley, que está eternamente tentado de violar.
Su problema ético fundamental es su relación con el individuo. Y aquí, más que
en ninguna otra parte, se manifiesta su naturaleza no sagrada y sin gracia, su
origen y esencia no cristianos. El Estado no conoce ninguna individualidad
concreta e insustituible; su mundo interior y su destino permanecen cerrados
para él. Este es su límite infranqueable. Sólo conoce lo general y lo
abstracto. E incluso la personalidad no es para él más que una generalidad. De
hecho, esta tendencia corresponde al carácter distintivo de la vida social
cotidiana. El Estado sigue aceptando reconocer los derechos abstractos del
hombre y del ciudadano, aunque sea a regañadientes, pero no quiere nunca
reconoce derechos individuales no sustituibles, e incluso es imposible exigirle
que lo haga. El destino personal no le interesa y no puede tenerlo en cuenta.
Entre él y el individuo existe una lucha secular, un conflicto trágico y su
relación, desde un punto de vista ético, representan una paradoja irremediable.
La gente no puede vivir sin el Estado, le reconoce cierto valor y se siente
dispuesta a sacrificarse por él, al tiempo que se levanta contra ese
"monstruo frío" (1) que aplasta toda
existencia individual
(1) Expresión de Nietzsche.
El círculo del ser de la persona y el del estado no se
corresponden jamás y no se tocan más sobre segmentos muy restringidos. El valor
de la personalidad representa jerárquicamente un valor superior al del Estado.
Pues la persona pertenece a la eternidad, lleva la imagen divina, se dirige al
Reino de Dios y puede entrar en él, mientras que el Estado pertenece al tiempo,
no tiene imagen divina y nunca formará parte del Reino de Dios. En la vida
social cotidiana de nuestro mundo pecador, el Estado, su fuerza y su gloria
pueden constituir un valor suprapersonal y dar lugar a un heroísmo en la
personalidad. Pero, éticamente, el personalismo cristiano seguirá siendo
siempre el principio supremo, que tiene la tarea de juzgar al Estado. Todas las
formas de poder son relativas y transitorias, por lo que es inadmisible
absolutizar una de ellas y atribuirle un valor sagrado. El único principio del
Estado que está vinculado a una verdad absoluta es el de los derechos
subjetivos de la persona humana, el de la libertad de la mente, la libertad de
conciencia, la libertad de pensamiento y de palabra, que todas las formas de
poder tienden a violar. Las formas de gobierno más hostiles a la libertad de la
persona humana son las formas monistas, desde las de la monarquía absoluta
hasta las del comunismo total, y las menos dañinas de éstas son las formas
mixtas y pluralistas, porque son menos propensas a la tiranía. Sociológicamente
hablando, la persona y la sociedad son correlativas: la persona no puede
pensarse fuera de la sociedad, y la sociedad implica necesariamente la
existencia de la persona. La propia sociedad constituye una cierta realidad; no
es simplemente la suma de individuos (1). Tiene
un núcleo de ser, al que el Estado no puede pretender, y el Reino de Dios
constituye una sociedad, una verdadera comunión ontológica de personalidades.
En la jerarquía de los valores espirituales el primer lugar retorna a la
persona, él segundo a la sociedad y el tercero sólo al Estado. Pero en el mundo de la cotidianidad social,
la fuerza se le concede en razón inversa a la jerarquía de valores. La libertad
de la mente es un valor supremo, pero la fuerza de que goza no le es
equivalente.
(1) Hay, muchos pensamientos
interesantes en el Sοciοlogie de Zimmel.Pero no tiene fundamento ontológico.
Este trágico conflicto, debido a la desproporción entre
fuerza y valor, es insoluble en el mundo pecador, donde la cantidad siempre
primará sobre la calidad. Desde el punto de vista ético, debemos aspirar a un
orden de vida en el que el principio personal, el principio social y el
principio estatista actúen y se limiten mutuamente, y que conceda al primero la
máxima libertad en la vida espiritual y creadora. Existe una incompatibilidad
entre la infinita vida espiritual, que se revela en las profundidades de la
personalidad, y el Estado, para el que la infinitud del espíritu permanece
impenetrable. Pero esta vida espiritual no debe entenderse desde un ángulo
individualista; es también una vida en sociedad, en catolicidad;
metafísicamente social, está implantada en el Reino de Dios. La personalidad
vive en una sociedad espiritual, es decir, en la Iglesia. Desde el punto de
vista ético, el estatismo, es decir, la afirmación de la soberanía y del
absolutismo del Estado, es un principio erróneo e inmoral, tan censurable como
el comunismo, que socializa al hombre en su totalidad y rechaza, si no al
individuo, al menos a la persona.
O.c. Pp 253-258
…
El Estado es el destino de las sociedades pecadoras, que
viven por debajo del umbral del bien y del mal, y que están destinadas a sufrir
no sólo la ley propuesta a la voluntad humana como un deber, sino también la
que nos obliga a observarla. En el Estado, sin embargo, las personas no se
limitan a cortar las manifestaciones de su mala voluntad , sino que realizan su
potencial vital. Y el Estado aspira a poner toda la vida bajo su signo,
incluida la vida religiosa y la cultura espiritual. Al final, las personas se
encariñan con el Estado; se dejan seducir por su poder y su crecimiento, y se
interesan por protegerlo o mejorarlo. Le dedican sus instintos creativos. Le
dan lo que hay de bueno en ellos y lo que hay de malo. Y un día lo malo acaba
superando a lo bueno. El Estado es un fenómeno ambiguo: tiene una misión
positiva que, lejos de ser inútil, es incluso providencial, pero que,
desgraciadamente, está desfigurado por el ansia de poder y por innumerables
mentiras. En ciertos momentos, se considera sagrado no sólo el principio del
poder en general, sino incluso una forma particular de gobierno con exclusión
de todas las demás. monarquía en particular puede ser dotada, como puede serlo
más tarde la democracia. Pero todas las formas de poder son sagradas sólo
mientras se les dé ese carácter. Cuando se sienten obligadas a usar la fuerza
para mantenerse, y la fe en su santidad desaparece de la conciencia, la hora de
su muerte es inminente. Porque si se mantienen por la fuerza, mucho más se
mantienen por la fe. Y cuando ésta se desvanece, aquélla se muestra impotente.
O.c. Pp.258-259
No hay comentarios:
Publicar un comentario