HNO. FERNANDO DE
LA CRUZ, FMP:
LA ESPIRITUALIDAD DEL ORIENTE CRISTIANO
Hablar de
"espiritualidad oriental" comporta la existencia de una
"espiritualidad occidental" y de
ciertas diferencias entre ellas,
de modo que podamos aislarlas y estudiarlas. Esta primera afirmación ya
resulta en sí problemática: en primer lugar, por
"espiritualidad cristiana '
entendemos la presencia y los dones
del Espíritu Santo.
Y para El no
hay distinción entre
"judío y gentil"
(Rm.1,14), no puede haber diferencias
sustanciales entre una y otra espiritualidad. En segundo lugar, nuestra vida
espiritual conlleva al mismo tiempo una
participación en la plenitud de Dios y una activa concurrencia
de nuestro ser hombres. Este elemento humano, con sus matices históricos,
culturales y étnicos el que origina las diversas corrientes
de espiritualidad, aunque ello no signifique que por
"Oriente" en tendamos simplemente un hecho geográfico. Antes bien, es un modo de vivir; por decirlo de alguna manera "Oriente no
está solamente en Oriente", sino que es una dimensión de la experiencia
eclesial total.
Conocer estas
tradiciones, profundizar en las que ordinariamente nos vemos inmersos y familiarizarnos con las menos cercanas, será de
gran interés para
ese "ser Iglesia" que
todos perseguimos.
Oriente es
conocido por su tradicionalismo. Un
estudio profundo nos exigiría acercarnos a las mismas fuentes que hoy siguen
citándose con el mismo sagrado respeto que en el pasado. Textos clásicos de San
Basilio, San Gregorio Nacianceno y Niseno, San Máximo el Confesor, San
Juan Clímaco, San Teodoro Estudita, San Efrén o San Isaac
el sirio; textos de los teólogos de la
época bizantina como San Simeón el Nuevo Teólogo, San Gregorio el Sinaita,
Nicolás Cabasilas, Nicéforo el Solitario, y aun los mas recientes como Nicodemo
el Hagiorita (+ 1809),
son la clave de ese particular
modo que nuestros hermanos de
Oriente tienen de percibir a Dios,
al mundo y al hombre.
Internarnos en
los textos de los
Padres significaría, quizás, perdernos en un mundo demasiado
extenso. Veamos, entonces,
algunos de los distintos modos de acercamiento al único objeto de la
vida espiritual, con
la esperanza de que nos permitan
contemplar y comprender mejor como ven
nuestros hermanos de Oriente -el
geográfico y el espiritual- al
Dios bueno y amigo de los hombres que canta su Liturgia.
1. La conversión como iluminación del hombre.
Hablar de "conversión" significa considerarla
como algo más que un mero punto de partida de un camino progresivo; supone un cambio total
de actitud que supera
lo que conscientemente percibimos. Aporta mucho más de lo que, de momento, conocemos.
Y es que no se
trata de abandonar el pecado, cambiar la dirección de nuestros pasos y nuestra
existencia. Es, más
bien, penetrar en un mundo de
luz, ser deificados, bañados por la luz
del Tabor. Hablar de
conversión en Oriente es dejarse
envolver por la iniciativa
misericordiosa de Dios que
no pretende elevar el orden
natural a lo
sobrenatural, sino llevar a cabo
una compenetración entre Él y nosotros,
entre lo divino y lo humano.
Por el
hecho de ser más que un mero abandono del pecado, la conversión
le es tan necesaria al pecador como al justo. Ambos coinciden en la
necesidad de volverse indefensos
ante la iniciativa divina, de
"bajar barreras" ante ese Dios que nos envuelve con su
luz sin
pretender destruir nada de nuestro ser de hombres.
Pero el problema
no es sencillo. El hombre
cuenta con un gran enemigo: la agresividad innata ante
el dejarse hacer, ante el dejarse inundar por Dios. Los grandes textos
de espiritualidad volverán, una y
otra vez, sobre la libertad del hombre
caído y el "olvido de Dios", origen del pecado.
¿Qué hacer
ante este callejeo sin
salida? La única
respuesta nos la ofrece la vida de Cristo: el anonadamiento, el rebajamiento total para ser
nada, al igual que Cristo que "no retuvo ávidamente su condición
divina" (Flp.2, ó-11>. Anonadamiento
que no es
-como quizá sería para nosotros- castigo por el orgullo, sino esencial
condición para transparentar la gloria de Dios, para dejar espacio a la
total iniciativa divina. Anonadamiento
que no consiste en combatir lo humano,
sino en acabar con lo que ataca al hombre y que se concentra en las
pasiones.
Esta necesidad de
que "Él crezca y yo disminuya" (Jn.3, 30)
es experimentada e intuida por todos los místicos de Oriente, desde los
primeros Padres del Desierto hasta Juan
de Kronstadt o San Silvano
del Monte Athos. La hesychía, la gran tradición orante común a todo el Oriente,
va a ser la evidencia: “dejarse
vaciar", "rechazar todo pensamiento" son expresiones constantes.
Comprendemos,
pues, que la lucha contra las pasiones no es tanto exigencia cuanto fruto
de la conversión, fruto
que se experimenta a
través de la kenosis o anonadamiento, ternura
evangélica a la vez
que compasión divina que destruye el duro pedernal de las
pasiones. ¿Cómo es posible esto? Remontémonos de nuevo a Jesús: porque su
abajamiento fue una "no
resistencia", el nuestro debe serlo también.
Comprender tal
renuncia como algo que se nos da
y no como esfuerzo es la
gran diferencia con Occidente: frente
a nuestra progresividad, Oriente
nos habla de la sobreabundancia de la deificación que
viene a salvar el abismo entre el hombre
"limitado" y el Dios
"incontenible";
participación en la luz del Tabor que destruye nuestra lógica
opresora tentada de convertir al
Incognoscible en un ser al que
podemos acceder lógicamente
¿Cómo logrará el
hombre participar en semejante
deificación? ¿Cómo conseguirá' dejarse
hacer por Dios? La respuesta resulta casi ofensiva para el occidental,
dada su simplicidad: el hombre participa
de la Plenitud Divina por la
visión, visión-escucha de la
Liturgia y la
Palabra y visión contemplación de
los iconos.
Sí, hemos
llegado al extremo. El hombre se "dejará salvar" en la
liturgia, en la escucha de la Palabra, ante
los iconos... La visión
será el remedio
para el hombre incapaz de reaccionar; al igual que Pedro, Santiago y Juan en el
Monte Tabor, una luz radiante
iluminará su ser
y el hombre verá salvado en él el abismo
antes imposible entre el mundo sensible y el espiritual
Es, pues,
imposible fiarse de estructuras
mentales como itinerario
de salvación como
gustara Occidente. La escucha
litúrgica, la contemplación iconográfica
serán los elementos que desbordaran al hombre
Fácil nos es
comprender que Oriente está lejos
del peligro de despreciar lo
humano, como ha ocurrido en ocasiones en Occidente: la
deificación del hombre introduce una
confianza sin reservas en la humanidad por parte de Dios.
2. Sumergirse en la transparencia divina.
Decíamos ya al
comienzo, que un único Espíritu
suscita una sola búsqueda para el hombre, aunque las respuestas y caminos
varíen. La única raíz de la vida espiritual
será, pues, acallar la agresividad permanente
del hombre frente
a Dios, frente
a Su iniciativa de irrumpir en lo humano
para que el hombre pueda vivir en apertura a Él. Pero
esta raíz suscitará diversas
respuestas. Occidente buscara que lo mejor del hombre sirva a Dios a través de métodos concretos: estructuras
eclesiales, sistematizaciones
teológicas, itinerarios de
santidad... Oriente se
esforzará en comprender que lo
más excelso de Dios sirve al hombre para
deificarlo. Es la respuesta -desconcertante al menos para Occidente- al eterno drama del
hombre, que busca alcanzar a su Dios aun cuando Este se
le hace presente.
Es la alternativa ante un mundo
de ruptura: el hombre está
inmerso en Dios aún sin saberlo.
Dios ni está
fuera ni más arriba del mundo: lo envuelve, el Incircunscribible lo
circunscribe, como gustarán afirmar los teólogos ortodoxos actuales.
Dejémonos convencer por tal afirmación.
Dejémonos atrapar por uno de los más famosos iconos rusos. Ante la
representación del misterio
de la Trinidad que el santo iconógrafo Andrei Rublev nos ha dejado, observaremos qué es lo
que en él representa al mundo: no es otra cosa
que el pequeño cuadrado (los cuatro puntos cardinales> situado ~n el centro del dialogo
intratrinitario. No es la casa, ni el árbol, ni cosa alguna exterior a la
escena, sino el punto central
de la composición, sumergido de ese modo en el misterio del
Amor.
Pero saberse en
Dios podría resultar insoportable para el
hombre. Dios lo sabe,
y por eso se empequeñece, se anonada
dejando al hombre hacer por
sí mismo el penoso camino de su
experiencia. Es la kenosis de Dios:
tornarse transparente para el hombre, evitar ser método ajeno para dejarse
implicar plenamente por él. El
misterio Inabarcable se torna cercano.
Occidente
propondrá al hombre el camino de la
Pasión y la Cruz como método para
asemejarse más a Cristo, para
llegar a ser, le propondrá el
ascenso hasta Dios ya sea comprendiendo que el hombre puede
conocer racionalmente la voluntad
de Dios, o bien reduciendo lo divino a
lo humano mediante la visión sensible.
Oriente propone
otra alternativa "fuera de lo razonable", basada en el
anonadamiento de Dios: ver místicamente,
comprender experimentalmente. Es
el camino del reposo -hesychia-, de
la quietud interior que nos torne
vulnerables al universo espiritual
quebrado cada día en
el perpetuo drama del
desgarro interior del hombre. Con esto llegamos, pues, a lo que
constituye el itinerario espiritual
de Oriente: la Oración de Jesús.
A través de una
sencilla fórmula repetitiva, el hombre se abandonará en Dios, llegará a ser
-como Él- transparente más allá de la
emotividad y de la racionalidad.
Superará el bloqueo
del "aquí y ahora" creado por las pasiones y
restablecerá en sí la unidad y la armonía de la Creación.
Aun con
toda limitación, nos atreveríamos a afirmar que se trata de un
camino negativo (apofático), en el
sentido de negación: superación de conceptos y métodos que, por ser
humanos -encerrados en la sola dimensión humana-, no concuerdan con
la iniciativa divina.
No se trata
de alcanzar cierta insensibilidad al
modo de la Grecia clásica, ni de
evadirse o evitar trabajar con empeño. Sí es,
por el contrario, la afirmación
profunda de que no puede existir
diálogo entre Dios
y el hombre si éste no rompe la
estrechez de sus planteamientos mentales o emotivos.
Lo que
parecían dos mundos herméticos -el
divino y el
humano- han estallado, el abismo está salvado: Dios se abaja y el hombre
ha encontrado el modo de romper la cerrazón
en sí mismo. Lo humano
ha sido inundado por lo divino y,
como un pequeño cascaron, el hombre flota ahora en el inmenso mar de Dios.
Tornando la expresión de Teófano el
Recluso:
"¿Qué ha
sucedido? No puedo explicarlo. No he visto nada, no comprendo lo que ha pasado,
pero me veo cambiado, transformado
por un poder inmenso. El Creador
ha obrado la restauración...".
Esta "imposible posibilidad" queda evidenciada en la
tradición rusa por dos figuras señeras: los locos por Cristo (Jurodivyie),
hombres y mujeres que asumen el papel
del "loco" en compañía de otros y con una oración ferviente en la
soledad, y los peregrinos (stranniki), perpetuamente en
camino de santuario en santuario.
Los locos en
Cristo rompen la hermeticidad de su ser hombres abrazando la kenosis de la
irrelevancia social y cultural. No siendo nada, en el nombre de Dios de
muestran el absurdo del
esfuerzo por parecer alguien. Con su vida ponen de
manifiesto la nada del hombre que
vive confiado en sus pretensiones. Es curioso comprobar la veneración
que se les tributó en Rusia,
tanto por parte
del pueblo como de
la nobleza. Un frío análisis Occidental calificaría
incluso de antitestimonio al hombre o mujer que, en el nombre de Dios, escupiera
ante un noble y
se postrara ante
un mendigo, o que penetrara en la Iglesia vestido de harapos... Pero el Espíritu sigue
siendo uno. Recordemos,
si no, el
testimonio de San Francisco de
Asís, girando como una peonza por los
caminos, o de su fiel fray Bernardo, columpiándose apaciblemente ante la
atónita mirada de toda la ciudad...
Los stranniki,
los eternos peregrinos, ponen de
manifiesto e constante esfuerzo
por no aferrarse a un status, por vivir vulnerables al universo de Dios
persiguiendo la libertad del Espíritu. Superando el "dar testimonio" o "interpelar al
mundo" se consagran a vivir
fuera de lo humanamente estable, acompañados por el rezo ininterrumpido de la
Oración de Jesús... No en vano, la mejor
representación iconográfica del Misterio
de la Trinidad
será la Filoxenia, la
hospitalidad que Abraham ofrece a
los tres ángeles peregrinos y que Rublev supo atrapar magistralmente sobre
una tabla. La irrelevancia social del peregrino, su indefensión frente a todo
peligro, brilla ante nuestros ojos
como la mejor expresión del
misterio vulnerable e
indefenso del Dios hecho hombre. Citamos, a modo de ejemplo, un
fragmento de El peregrino ruso: "...La Oración del corazón me hacia tan
dichoso que no creía yo se pudiera serlo tanto
en la tierra...
el mundo exterior me
parecía radiante y todo me movía a amar y alabar a Dios: los
hombres, los árboles, las
plantas, los animales;
todo me resultaba corno familiar y por todas partes yo me encontraba la
imagen de Jesucristo...".
Desde el
testimonio de los Jurodivyie y los stranniki, todo Oriente pone de manifiesto
la verdadera naturaleza de esa quietud (hesychia) que se anhela: no es un sueño,
sino el despertar del
adormecimiento que
el olvido de Dios,
el pecado, introduce en el hombre.
Por la
humilde repetición del Nombre de Aquel que es el lnnombrable,
el hombre interioriza
la "visión-escucha",
a la que
más arriba aludíamos, instaurando
la liturgia del corazón,
dejándose prender y salvar en su interior, volviéndose sensible
y abierto a Dios.
Este desbordamiento de Dios abarca al hombre total: su corazón, su mente
y también su cuerpo. El mandato bíblico de
amar al Señor "con
todo el ser" (cfr. Dt.6, 4-6) engloba un ritmo fisiológico respiratorio en la Oración de Jesús, de forma que hasta un acto tan cotidiano como
el respirar se convierte en un jadear con nostalgia de
amor. La irrupción de
la vida divina en el hombre, vibra aquí con sus notas más sutiles; el
aliento que Dios insuflara en Adán, sigue siendo hoy en Oriente el hálito de
vida que sostiene al hombre.
3. El hombre como imagen y semejanza de Dios.
Cuando Occidente
afirma que Dios "está
por encima de
todas las cosas" entiende
que está "arriba" de
todo y, por
tanto, fuera del alcance de todo. Ese es el modo por el
cual Dios es diverso,
"distinto" del hombre. Está más allá de él, aunque eso no le impide
irrumpir en el mundo y actuar según su omnipotencia.
Oriente va
a tratar de
"entrar" en lo que Dios es en sí para entender,
desde ahí, qué es para nosotros. Dios es, ante todo, el nosotros trinitario que Andrei Rublev nos muestra espléndidamente
en su
icono, la comunión
de personas que, en el culmen de la apacibilidad y disponibilidad, sale
de sí para abandonarse en el Otro.
Su Nombre es un
"no-Nombre", porque no podemos
abarcarlo con nuestro conocimiento, porque no es su Nombre el que es nuestro,
sino al contrario: Él nos
"nombró" al comienzo y, por ello, nuestro nombre es suyo. Aquí radica
nuestra incapacidad para conocer a Dios. No se trata de que el abismo entre los
dos mundos permanezca abierto -ya vimos que tal frontera estalla con la Encarnación y con la iniciativa de amor
que el hombre acoge-, sino que nuestro
conocer es demasiado pequeño para abarcarle.
Conocer al
Incognoscible no es, para
Oriente, problema de distancias, como si Él estuviera lejos o cerca, sino de
apreciación: nosotros somos los que estamos en Él. Dios es primero y, por ello, es quien señala su posición y la
nuestra, estar en Él.
La Trinidad
ha abierto los brazos. Los tres Ángeles del icono
de Rublev nos
envuelven y acogen, situándonos
en el centro del Misterio de Amor. Llega el tiempo de dejarnos acoger, de
reconocernos en ese Dios que es Comunión, y renunciar, por tanto, a la tarea de
encerrarle en un Nombre, en un concepto. El único esfuerzo
posible de nuestro conocimiento es el de percibir al Dios que nos en
vuelve porque nos
ha creado y salvado.
Estamos ya en
condiciones de afrontar la posibilidad
de que el hombre sea imagen de Dios. La humanidad es algo en sí misma, y esto no quita ni pone nada a Dios
Pero, decir que somos imagen de Dios, significa
afirmar que hay algo en nosotros -aunque ese algo no sea
una "parte" sino
nuestro todo- que no está replegado en si sino que hace referencia a lo que
representa. El hombre
es imagen de Dios porque algo en
él se escapa invariablemente a sus solas
posibilidades y habla
de Otro. ¿Qué es exactamente?
¿Cuál es la dimensión del hombre que desborda
sus límites humanos
y habla por sí misma de Dios? No es otra cosa que
su libertad, entendida como capacidad de ordenar su
existencia según una jerarquía coherente de valores. Esa posibilidad de orden, quiebra por sí
misma la anarquía a la que el pecado original sometió al hombre. Ser imagen de
Dios es, para Oriente, participar del manantial de la Libertad que es el
Nosotros Trinitario.
Libertad
que, por hacer referencia a
su "Modelo" no es
ser "libre de" o "con relación a" algo o a
todo, que, en definitiva, no sería más que aumentar el
desorden y la división de la Creación. Dios no es libre de nada, pues Él está implicado en todo lo que ha creado. Pero tampoco será libertad
para algo, que
significaría ser imagen de una unilateralidad o utilitarismo, y Dios no
es libre para algo sino para nada, que es como decir para todo. La libertad
del hombre como icono de Dios es el ser
libre con todo, poder acogerlo todo y vivir en la armonía en que vive el
"Nosotros" trinitario.
Nos es fácil
comprender que la libertad así entendida es una tarea a realizar, una meta a
alcanzar. En la medida que el hombre
acepta el reto de alcanzarla, la imagen se torna semejanza, puesta en camino
de llegar a ser como su "arquetipo". Es el empeño por alcanzar la santidad. El
sello inmóvil y estático que Dios ha
impreso en el hombre -capacidad de ser
libre como Él es libre-
se convierte en itinerario, "peregrinaje", cuando busca
encarnar en sí la trasparencia
de Dios. Es contemplar de nuevo el milagro de la
Creación: Dios modela un cuerpo inmóvil del barro ("a su imagen...")
y, al darle vida, se convierte en reflejo reconocible de su Autor ("... y
semejanza"). El empeño por alcanzar la santidad, es de este modo, el
"hálito de vida" que Dios insufla en el hombre, es su más profundo
modo de ser.
Hemos llegado al
fondo de la cuestión. El hombre tiene ya una razón última
para existir: ser santo, llegar a
ser reflejo reconocible de Dios. El más
profundo misterio del hombre
ha quedado desvelado y
hemos llegado a él
por la "visión mística". Esto quedará todavía más de manifiesto en la
contemplación de los iconos: el Santo lo es por la iluminación interior que
ha recibido y que el iconógrafo trata de plasmar. Por ella
el hombre de Dios participa en la
Luz e invita a todo el que lo
contemple a hacer
lo mismo. Prueba con su vida -al
igual que el iconógrafo lo hace con el
oro y los colores- que ha alcanzado la libertad
con todos, el
vivir en plena armonía con la Creación en el seno de la Trinidad y, por
ello, es Santo, semejante a Dios.
Por ser imagen de
Dios, en el hombre se reconoce al modelo, al menos como posibilidad. Llevando a cabo la imagen, se torna
semejanza, afinidad que participa en el
modelo. Dios aparece, entonces, "diverso" del hombre, no distinto.
Es la puerta que nos da entrada al misterio de la deificación: la diversidad
de Dios posibilita
en el hombre la
semejanza, que se lleva
a cabo por
la Iluminación del corazón, que
le da toda su dimensión de trascendencia, liberándole de sus propios límites.
4. Cristo es compenetración con el hombre más que triunfo sobre lo humano.
Cristo es punto
privilegiado de encuentro entre Dios y el hombre. Ante esta única
realidad Oriente afirmará que Cristo trata de llegar al hombre en lo más
específicamente suyo: la libertad.
Estamos ante el
núcleo del abajamiento de Cristo: para
hablar al hombre de su libertad renuncia a la suya propia, se anonada.
Occidente descubrirá el valor sacrificial subrayando lo útil de la renuncia, la
muerte como camino de Resurrección, como condición indispensable. Por ella lo
humano queda sometido a lo divino, que prevalecerá definitivamente. Oriente, por el contrario, verá en la kenosis
de Cristo el principio de la compenetración entre
Dios y el hombre: en la Cruz Dios se implica con
el hombre hasta
lo más profundo, su divinidad
anonadada se convierte en
su gloria más allá de victorias y poderes. La Cruz brilla corno máxima revelación del
misterio de Dios: no es victoria
sobre lo humano,
sino compenetración.
La dimensión
de sacrificialidad -un Hijo que
aplaca a un Padre ofendido- queda
superada. Cristo se anonada para hacer creíble la
verdad desarmada; es el Cordero sin mancha conducido al
matadero que nos revela la presencia de
un Dios que es todo humildad. En expresión
de Fedor Dostoievski "Cristo se convierte a todos más bien
que cada uno se convierte a él".
La tarea
de ser cristiano se descubre así
como un revestirse de
Cristo, que no
es tanto una conformidad literal
con su vida (la cruz como modelo de método y
ascenso), cuanto un
llegar a la compenetración
Cristo-nosotros: Dios ha querido locamente ser hombre más que conseguir de
nosotros cierta elevación a su gloria.
5. El Espíritu Santo "Es".
Oriente descubre a
la Iglesia y al hombre henchidos
del Espíritu Santo al contemplarse reflejados
en la Trinidad,
en el Dios que inunda al hombre. El Espíritu
es el entre del nosotros trinitario,
Aquel cuyo ser es pura transparencia de Dios hacia sí mismo y hacia el hombre,
sin pretensiones ni presiones de ningún tipo.
Para el hombre es
el sello de su libertad interior,
luz de Dios que se torna fuego capaz de derretir la frialdad de su mente. Sin
presionarle, al hombre
le resulta necesario para coger
la oferta de la salvación divina.
No añade, ni ajusta, ni empuja: precede y la hace posible,
defendiendo así la libertad del hombre.
Para Oriente, el
Espíritu Santo es el que vuelve a esbozar la imagen de
Dios en el
hombre más allá de
nuestro olvido, posibilitando la
plena semejanza, el ser santos. Su ser es unir para que el hombre
sea deificado desde Cristo.
6. La Iglesia
como esplendor del "Nosotros" trinitario.
La eclesiología
nos ofrece también diferentes perspectivas. Para Oriente la comunión supera la
estructura, del mismo modo que el Espíritu supera la letra.
La Iglesia
se revela, entonces,
en Oriente, con
unas notas precisas. Aparece,
ante todo, como el núcleo de lo humano acogido
ya conscientemente en
Dios, lugar donde la
penetración de Dios es
plenamente consciente y deseada.
Es comunidad eucarística,
puesto que la
Fracción del Pan obra
entre los miembros
la posibilidad de ser una persona
única en Cristo.
Por ser
comunión, reflejo de la Comunión
divina, la Iglesia se trasciende a sí
misma va más allá de sus fronteras, no
en cuanto a una conquista del mundo, sino en una penetración de todo el hombre.
Su fin va a ser acoger la libertad
que el Espíritu
Santo expande.
Habría mucho más
que decir sobre el -digamos-
concepto de la lglesia para Oriente,
pero excedería la finalidad
del presente articulo.
7. Obedecer a
Dios es colaborar con su
sabiduría.
Afirmar,
explícita o implícitamente, que no es
posible fiarse de la humanidad es otorgarle un papel que nada tiene de creativo (como preveer y proyectar), sino contentarse con
un rol ejecutivo (realizar puntualmente los designios divinos). Es el mejor camino
para anular la creatividad de la naturaleza
humana tan defendida en nuestro
sistema cultural y que quizá por ello
sigue un rápido proceso de separación de la Iglesia.
Frente a esta
realidad, Oriente ha desarrollado una
tercera vía alejada tanto
de "la razón
sin Dios" como de la "razón obligada y manipulada por Dios".
Se trata de vivir la sinergia o compenetración profunda entre Dios y el hombre, que supera el
inevitable fin de una victoria, un enfrentamiento entre vencedores
-Dios- y vencidos -los hombres-. Una mirada hacia
adelante -escatológica- es, para
Oriente, contemplar una realidad
dinámica, creativa. Dios y el hombre han
comenzado a inventar juntos el cumplimiento de la voluntad divina.
En Dios queda así
superada cada fragmentación, cada
cerrazón en sí mismo del hombre. En la sinergia de su Sabiduría queda
posibilitada la "semejanza" entre Dios
y el hombre,
que rompe la prisión aislante de
la humanidad. Es el triunfo de
la libertad del hombre, la vuelta al Paraíso perdido en el que el
hombre paseaba y conversaba con el Creador.
La deificación se transforma en una vuelta a
los orígenes, irrupción definitiva en el Paraíso.
CONCLUSION
Tras esbozar
algunos aspectos de la espiritualidad oriental, nos encontramos, al evaluarlos
en con junto, ante un
modo concreto de acercamiento al Evangelio complementario de
las intuiciones occidentales.
Tras un milenio de
separación, la realidad
actual es la que
esbozamos al principio: Oriente no es solo en Oriente. Y no se trata de convertir o excluir a
Occidente, sino de lograr cierta sinergia,
compenetración total del misterio de la Iglesia.
Subrayar valores
específicos nos debe llevar a sentir la necesidad de una plenitud de comunión, tal como la hemos
apuntado en el último apartado, al
tratar del "sueño" de
la reconciliación
divino-humana. Quizá sea esta la
aportación de la Rusia y de todo el
Oriente al Tercer Milenio, comprendida como un encuentro entre dos modos
complementarios de entender el misterio.
Creemos que el
fin estaría logrado si Oriente y Occidente coincidieran en el propósito de
iluminar la posibilidad de una humanidad deificada, traspasada por la
presencia de Dios.
Siguiendo la vía del
anonadamiento que Dios elije como testimonio
más creíble de sí, el hombre
logrará reconocer que Dios y la
humanidad no son concurrencialmente distintos ni se encuentran confrontadamente
especificados. Es la puerta abierta a nuevos horizontes para el camino
cristiano en la totalidad del género humano.
Publicado en
"Theophanía", sep.-octubre, 1989, Tángel (Alicante)
Hablar de
"espiritualidad oriental" comporta la existencia de una
"espiritualidad occidental" y de
ciertas diferencias entre ellas,
de modo que podamos aislarlas y estudiarlas. Esta primera afirmación ya
resulta en sí problemática: en primer lugar, por
"espiritualidad cristiana '
entendemos la presencia y los dones
del Espíritu Santo.
Y para El no
hay distinción entre
"judío y gentil"
(Rm.1,14), no puede haber diferencias
sustanciales entre una y otra espiritualidad. En segundo lugar, nuestra vida
espiritual conlleva al mismo tiempo una
participación en la plenitud de Dios y una activa concurrencia
de nuestro ser hombres. Este elemento humano, con sus matices históricos,
culturales y étnicos el que origina las diversas corrientes
de espiritualidad, aunque ello no signifique que por
"Oriente" en tendamos simplemente un hecho geográfico. Antes bien, es un modo de vivir; por decirlo de alguna manera "Oriente no
está solamente en Oriente", sino que es una dimensión de la experiencia
eclesial total.
Conocer estas
tradiciones, profundizar en las que ordinariamente nos vemos inmersos y familiarizarnos con las menos cercanas, será de
gran interés para
ese "ser Iglesia" que
todos perseguimos.
Oriente es
conocido por su tradicionalismo. Un
estudio profundo nos exigiría acercarnos a las mismas fuentes que hoy siguen
citándose con el mismo sagrado respeto que en el pasado. Textos clásicos de San
Basilio, San Gregorio Nacianceno y Niseno, San Máximo el Confesor, San
Juan Clímaco, San Teodoro Estudita, San Efrén o San Isaac
el sirio; textos de los teólogos de la
época bizantina como San Simeón el Nuevo Teólogo, San Gregorio el Sinaita,
Nicolás Cabasilas, Nicéforo el Solitario, y aun los mas recientes como Nicodemo
el Hagiorita (+ 1809),
son la clave de ese particular
modo que nuestros hermanos de
Oriente tienen de percibir a Dios,
al mundo y al hombre.
Internarnos en
los textos de los
Padres significaría, quizás, perdernos en un mundo demasiado
extenso. Veamos, entonces,
algunos de los distintos modos de acercamiento al único objeto de la
vida espiritual, con
la esperanza de que nos permitan
contemplar y comprender mejor como ven
nuestros hermanos de Oriente -el
geográfico y el espiritual- al
Dios bueno y amigo de los hombres que canta su Liturgia.
1. La conversión como iluminación del hombre.
Hablar de "conversión" significa considerarla
como algo más que un mero punto de partida de un camino progresivo; supone un cambio total
de actitud que supera
lo que conscientemente percibimos. Aporta mucho más de lo que, de momento, conocemos.
Y es que no se
trata de abandonar el pecado, cambiar la dirección de nuestros pasos y nuestra
existencia. Es, más
bien, penetrar en un mundo de
luz, ser deificados, bañados por la luz
del Tabor. Hablar de
conversión en Oriente es dejarse
envolver por la iniciativa
misericordiosa de Dios que
no pretende elevar el orden
natural a lo
sobrenatural, sino llevar a cabo
una compenetración entre Él y nosotros,
entre lo divino y lo humano.
Por el
hecho de ser más que un mero abandono del pecado, la conversión
le es tan necesaria al pecador como al justo. Ambos coinciden en la
necesidad de volverse indefensos
ante la iniciativa divina, de
"bajar barreras" ante ese Dios que nos envuelve con su
luz sin
pretender destruir nada de nuestro ser de hombres.
Pero el problema
no es sencillo. El hombre
cuenta con un gran enemigo: la agresividad innata ante
el dejarse hacer, ante el dejarse inundar por Dios. Los grandes textos
de espiritualidad volverán, una y
otra vez, sobre la libertad del hombre
caído y el "olvido de Dios", origen del pecado.
¿Qué hacer
ante este callejeo sin
salida? La única
respuesta nos la ofrece la vida de Cristo: el anonadamiento, el rebajamiento total para ser
nada, al igual que Cristo que "no retuvo ávidamente su condición
divina" (Flp.2, ó-11>. Anonadamiento
que no es
-como quizá sería para nosotros- castigo por el orgullo, sino esencial
condición para transparentar la gloria de Dios, para dejar espacio a la
total iniciativa divina. Anonadamiento
que no consiste en combatir lo humano,
sino en acabar con lo que ataca al hombre y que se concentra en las
pasiones.
Esta necesidad de
que "Él crezca y yo disminuya" (Jn.3, 30)
es experimentada e intuida por todos los místicos de Oriente, desde los
primeros Padres del Desierto hasta Juan
de Kronstadt o San Silvano
del Monte Athos. La hesychía, la gran tradición orante común a todo el Oriente,
va a ser la evidencia: “dejarse
vaciar", "rechazar todo pensamiento" son expresiones constantes.
Comprendemos,
pues, que la lucha contra las pasiones no es tanto exigencia cuanto fruto
de la conversión, fruto
que se experimenta a
través de la kenosis o anonadamiento, ternura
evangélica a la vez
que compasión divina que destruye el duro pedernal de las
pasiones. ¿Cómo es posible esto? Remontémonos de nuevo a Jesús: porque su
abajamiento fue una "no
resistencia", el nuestro debe serlo también.
Comprender tal
renuncia como algo que se nos da
y no como esfuerzo es la
gran diferencia con Occidente: frente
a nuestra progresividad, Oriente
nos habla de la sobreabundancia de la deificación que
viene a salvar el abismo entre el hombre
"limitado" y el Dios
"incontenible";
participación en la luz del Tabor que destruye nuestra lógica
opresora tentada de convertir al
Incognoscible en un ser al que
podemos acceder lógicamente
¿Cómo logrará el
hombre participar en semejante
deificación? ¿Cómo conseguirá' dejarse
hacer por Dios? La respuesta resulta casi ofensiva para el occidental,
dada su simplicidad: el hombre participa
de la Plenitud Divina por la
visión, visión-escucha de la
Liturgia y la
Palabra y visión contemplación de
los iconos.
Sí, hemos
llegado al extremo. El hombre se "dejará salvar" en la
liturgia, en la escucha de la Palabra, ante
los iconos... La visión
será el remedio
para el hombre incapaz de reaccionar; al igual que Pedro, Santiago y Juan en el
Monte Tabor, una luz radiante
iluminará su ser
y el hombre verá salvado en él el abismo
antes imposible entre el mundo sensible y el espiritual
Es, pues,
imposible fiarse de estructuras
mentales como itinerario
de salvación como
gustara Occidente. La escucha
litúrgica, la contemplación iconográfica
serán los elementos que desbordaran al hombre
Fácil nos es
comprender que Oriente está lejos
del peligro de despreciar lo
humano, como ha ocurrido en ocasiones en Occidente: la
deificación del hombre introduce una
confianza sin reservas en la humanidad por parte de Dios.
2. Sumergirse en la transparencia divina.
Decíamos ya al
comienzo, que un único Espíritu
suscita una sola búsqueda para el hombre, aunque las respuestas y caminos
varíen. La única raíz de la vida espiritual
será, pues, acallar la agresividad permanente
del hombre frente
a Dios, frente
a Su iniciativa de irrumpir en lo humano
para que el hombre pueda vivir en apertura a Él. Pero
esta raíz suscitará diversas
respuestas. Occidente buscara que lo mejor del hombre sirva a Dios a través de métodos concretos: estructuras
eclesiales, sistematizaciones
teológicas, itinerarios de
santidad... Oriente se
esforzará en comprender que lo
más excelso de Dios sirve al hombre para
deificarlo. Es la respuesta -desconcertante al menos para Occidente- al eterno drama del
hombre, que busca alcanzar a su Dios aun cuando Este se
le hace presente.
Es la alternativa ante un mundo
de ruptura: el hombre está
inmerso en Dios aún sin saberlo.
Dios ni está
fuera ni más arriba del mundo: lo envuelve, el Incircunscribible lo
circunscribe, como gustarán afirmar los teólogos ortodoxos actuales.
Dejémonos convencer por tal afirmación.
Dejémonos atrapar por uno de los más famosos iconos rusos. Ante la
representación del misterio
de la Trinidad que el santo iconógrafo Andrei Rublev nos ha dejado, observaremos qué es lo
que en él representa al mundo: no es otra cosa
que el pequeño cuadrado (los cuatro puntos cardinales> situado ~n el centro del dialogo
intratrinitario. No es la casa, ni el árbol, ni cosa alguna exterior a la
escena, sino el punto central
de la composición, sumergido de ese modo en el misterio del
Amor.
Pero saberse en
Dios podría resultar insoportable para el
hombre. Dios lo sabe,
y por eso se empequeñece, se anonada
dejando al hombre hacer por
sí mismo el penoso camino de su
experiencia. Es la kenosis de Dios:
tornarse transparente para el hombre, evitar ser método ajeno para dejarse
implicar plenamente por él. El
misterio Inabarcable se torna cercano.
Occidente
propondrá al hombre el camino de la
Pasión y la Cruz como método para
asemejarse más a Cristo, para
llegar a ser, le propondrá el
ascenso hasta Dios ya sea comprendiendo que el hombre puede
conocer racionalmente la voluntad
de Dios, o bien reduciendo lo divino a
lo humano mediante la visión sensible.
Oriente propone
otra alternativa "fuera de lo razonable", basada en el
anonadamiento de Dios: ver místicamente,
comprender experimentalmente. Es
el camino del reposo -hesychia-, de
la quietud interior que nos torne
vulnerables al universo espiritual
quebrado cada día en
el perpetuo drama del
desgarro interior del hombre. Con esto llegamos, pues, a lo que
constituye el itinerario espiritual
de Oriente: la Oración de Jesús.
A través de una
sencilla fórmula repetitiva, el hombre se abandonará en Dios, llegará a ser
-como Él- transparente más allá de la
emotividad y de la racionalidad.
Superará el bloqueo
del "aquí y ahora" creado por las pasiones y
restablecerá en sí la unidad y la armonía de la Creación.
Aun con
toda limitación, nos atreveríamos a afirmar que se trata de un
camino negativo (apofático), en el
sentido de negación: superación de conceptos y métodos que, por ser
humanos -encerrados en la sola dimensión humana-, no concuerdan con
la iniciativa divina.
No se trata
de alcanzar cierta insensibilidad al
modo de la Grecia clásica, ni de
evadirse o evitar trabajar con empeño. Sí es,
por el contrario, la afirmación
profunda de que no puede existir
diálogo entre Dios
y el hombre si éste no rompe la
estrechez de sus planteamientos mentales o emotivos.
Lo que
parecían dos mundos herméticos -el
divino y el
humano- han estallado, el abismo está salvado: Dios se abaja y el hombre
ha encontrado el modo de romper la cerrazón
en sí mismo. Lo humano
ha sido inundado por lo divino y,
como un pequeño cascaron, el hombre flota ahora en el inmenso mar de Dios.
Tornando la expresión de Teófano el
Recluso:
"¿Qué ha
sucedido? No puedo explicarlo. No he visto nada, no comprendo lo que ha pasado,
pero me veo cambiado, transformado
por un poder inmenso. El Creador
ha obrado la restauración...".
Esta "imposible posibilidad" queda evidenciada en la
tradición rusa por dos figuras señeras: los locos por Cristo (Jurodivyie),
hombres y mujeres que asumen el papel
del "loco" en compañía de otros y con una oración ferviente en la
soledad, y los peregrinos (stranniki), perpetuamente en
camino de santuario en santuario.
Los locos en
Cristo rompen la hermeticidad de su ser hombres abrazando la kenosis de la
irrelevancia social y cultural. No siendo nada, en el nombre de Dios de
muestran el absurdo del
esfuerzo por parecer alguien. Con su vida ponen de
manifiesto la nada del hombre que
vive confiado en sus pretensiones. Es curioso comprobar la veneración
que se les tributó en Rusia,
tanto por parte
del pueblo como de
la nobleza. Un frío análisis Occidental calificaría
incluso de antitestimonio al hombre o mujer que, en el nombre de Dios, escupiera
ante un noble y
se postrara ante
un mendigo, o que penetrara en la Iglesia vestido de harapos... Pero el Espíritu sigue
siendo uno. Recordemos,
si no, el
testimonio de San Francisco de
Asís, girando como una peonza por los
caminos, o de su fiel fray Bernardo, columpiándose apaciblemente ante la
atónita mirada de toda la ciudad...
Los stranniki,
los eternos peregrinos, ponen de
manifiesto e constante esfuerzo
por no aferrarse a un status, por vivir vulnerables al universo de Dios
persiguiendo la libertad del Espíritu. Superando el "dar testimonio" o "interpelar al
mundo" se consagran a vivir
fuera de lo humanamente estable, acompañados por el rezo ininterrumpido de la
Oración de Jesús... No en vano, la mejor
representación iconográfica del Misterio
de la Trinidad
será la Filoxenia, la
hospitalidad que Abraham ofrece a
los tres ángeles peregrinos y que Rublev supo atrapar magistralmente sobre
una tabla. La irrelevancia social del peregrino, su indefensión frente a todo
peligro, brilla ante nuestros ojos
como la mejor expresión del
misterio vulnerable e
indefenso del Dios hecho hombre. Citamos, a modo de ejemplo, un
fragmento de El peregrino ruso: "...La Oración del corazón me hacia tan
dichoso que no creía yo se pudiera serlo tanto
en la tierra...
el mundo exterior me
parecía radiante y todo me movía a amar y alabar a Dios: los
hombres, los árboles, las
plantas, los animales;
todo me resultaba corno familiar y por todas partes yo me encontraba la
imagen de Jesucristo...".
Desde el
testimonio de los Jurodivyie y los stranniki, todo Oriente pone de manifiesto
la verdadera naturaleza de esa quietud (hesychia) que se anhela: no es un sueño,
sino el despertar del
adormecimiento que
el olvido de Dios,
el pecado, introduce en el hombre.
Por la
humilde repetición del Nombre de Aquel que es el lnnombrable,
el hombre interioriza
la "visión-escucha",
a la que
más arriba aludíamos, instaurando
la liturgia del corazón,
dejándose prender y salvar en su interior, volviéndose sensible
y abierto a Dios.
Este desbordamiento de Dios abarca al hombre total: su corazón, su mente
y también su cuerpo. El mandato bíblico de
amar al Señor "con
todo el ser" (cfr. Dt.6, 4-6) engloba un ritmo fisiológico respiratorio en la Oración de Jesús, de forma que hasta un acto tan cotidiano como
el respirar se convierte en un jadear con nostalgia de
amor. La irrupción de
la vida divina en el hombre, vibra aquí con sus notas más sutiles; el
aliento que Dios insuflara en Adán, sigue siendo hoy en Oriente el hálito de
vida que sostiene al hombre.
3. El hombre como imagen y semejanza de Dios.
Cuando Occidente
afirma que Dios "está
por encima de
todas las cosas" entiende
que está "arriba" de
todo y, por
tanto, fuera del alcance de todo. Ese es el modo por el
cual Dios es diverso,
"distinto" del hombre. Está más allá de él, aunque eso no le impide
irrumpir en el mundo y actuar según su omnipotencia.
Oriente va
a tratar de
"entrar" en lo que Dios es en sí para entender,
desde ahí, qué es para nosotros. Dios es, ante todo, el nosotros trinitario que Andrei Rublev nos muestra espléndidamente
en su
icono, la comunión
de personas que, en el culmen de la apacibilidad y disponibilidad, sale
de sí para abandonarse en el Otro.
Su Nombre es un
"no-Nombre", porque no podemos
abarcarlo con nuestro conocimiento, porque no es su Nombre el que es nuestro,
sino al contrario: Él nos
"nombró" al comienzo y, por ello, nuestro nombre es suyo. Aquí radica
nuestra incapacidad para conocer a Dios. No se trata de que el abismo entre los
dos mundos permanezca abierto -ya vimos que tal frontera estalla con la Encarnación y con la iniciativa de amor
que el hombre acoge-, sino que nuestro
conocer es demasiado pequeño para abarcarle.
Conocer al
Incognoscible no es, para
Oriente, problema de distancias, como si Él estuviera lejos o cerca, sino de
apreciación: nosotros somos los que estamos en Él. Dios es primero y, por ello, es quien señala su posición y la
nuestra, estar en Él.
La Trinidad
ha abierto los brazos. Los tres Ángeles del icono
de Rublev nos
envuelven y acogen, situándonos
en el centro del Misterio de Amor. Llega el tiempo de dejarnos acoger, de
reconocernos en ese Dios que es Comunión, y renunciar, por tanto, a la tarea de
encerrarle en un Nombre, en un concepto. El único esfuerzo
posible de nuestro conocimiento es el de percibir al Dios que nos en
vuelve porque nos
ha creado y salvado.
Estamos ya en
condiciones de afrontar la posibilidad
de que el hombre sea imagen de Dios. La humanidad es algo en sí misma, y esto no quita ni pone nada a Dios
Pero, decir que somos imagen de Dios, significa
afirmar que hay algo en nosotros -aunque ese algo no sea
una "parte" sino
nuestro todo- que no está replegado en si sino que hace referencia a lo que
representa. El hombre
es imagen de Dios porque algo en
él se escapa invariablemente a sus solas
posibilidades y habla
de Otro. ¿Qué es exactamente?
¿Cuál es la dimensión del hombre que desborda
sus límites humanos
y habla por sí misma de Dios? No es otra cosa que
su libertad, entendida como capacidad de ordenar su
existencia según una jerarquía coherente de valores. Esa posibilidad de orden, quiebra por sí
misma la anarquía a la que el pecado original sometió al hombre. Ser imagen de
Dios es, para Oriente, participar del manantial de la Libertad que es el
Nosotros Trinitario.
Libertad
que, por hacer referencia a
su "Modelo" no es
ser "libre de" o "con relación a" algo o a
todo, que, en definitiva, no sería más que aumentar el
desorden y la división de la Creación. Dios no es libre de nada, pues Él está implicado en todo lo que ha creado. Pero tampoco será libertad
para algo, que
significaría ser imagen de una unilateralidad o utilitarismo, y Dios no
es libre para algo sino para nada, que es como decir para todo. La libertad
del hombre como icono de Dios es el ser
libre con todo, poder acogerlo todo y vivir en la armonía en que vive el
"Nosotros" trinitario.
Nos es fácil
comprender que la libertad así entendida es una tarea a realizar, una meta a
alcanzar. En la medida que el hombre
acepta el reto de alcanzarla, la imagen se torna semejanza, puesta en camino
de llegar a ser como su "arquetipo". Es el empeño por alcanzar la santidad. El
sello inmóvil y estático que Dios ha
impreso en el hombre -capacidad de ser
libre como Él es libre-
se convierte en itinerario, "peregrinaje", cuando busca
encarnar en sí la trasparencia
de Dios. Es contemplar de nuevo el milagro de la
Creación: Dios modela un cuerpo inmóvil del barro ("a su imagen...")
y, al darle vida, se convierte en reflejo reconocible de su Autor ("... y
semejanza"). El empeño por alcanzar la santidad, es de este modo, el
"hálito de vida" que Dios insufla en el hombre, es su más profundo
modo de ser.
Hemos llegado al
fondo de la cuestión. El hombre tiene ya una razón última
para existir: ser santo, llegar a
ser reflejo reconocible de Dios. El más
profundo misterio del hombre
ha quedado desvelado y
hemos llegado a él
por la "visión mística". Esto quedará todavía más de manifiesto en la
contemplación de los iconos: el Santo lo es por la iluminación interior que
ha recibido y que el iconógrafo trata de plasmar. Por ella
el hombre de Dios participa en la
Luz e invita a todo el que lo
contemple a hacer
lo mismo. Prueba con su vida -al
igual que el iconógrafo lo hace con el
oro y los colores- que ha alcanzado la libertad
con todos, el
vivir en plena armonía con la Creación en el seno de la Trinidad y, por
ello, es Santo, semejante a Dios.
Por ser imagen de
Dios, en el hombre se reconoce al modelo, al menos como posibilidad. Llevando a cabo la imagen, se torna
semejanza, afinidad que participa en el
modelo. Dios aparece, entonces, "diverso" del hombre, no distinto.
Es la puerta que nos da entrada al misterio de la deificación: la diversidad
de Dios posibilita
en el hombre la
semejanza, que se lleva
a cabo por
la Iluminación del corazón, que
le da toda su dimensión de trascendencia, liberándole de sus propios límites.
4. Cristo es compenetración con el hombre más que triunfo sobre lo humano.
Cristo es punto
privilegiado de encuentro entre Dios y el hombre. Ante esta única
realidad Oriente afirmará que Cristo trata de llegar al hombre en lo más
específicamente suyo: la libertad.
Estamos ante el
núcleo del abajamiento de Cristo: para
hablar al hombre de su libertad renuncia a la suya propia, se anonada.
Occidente descubrirá el valor sacrificial subrayando lo útil de la renuncia, la
muerte como camino de Resurrección, como condición indispensable. Por ella lo
humano queda sometido a lo divino, que prevalecerá definitivamente. Oriente, por el contrario, verá en la kenosis
de Cristo el principio de la compenetración entre
Dios y el hombre: en la Cruz Dios se implica con
el hombre hasta
lo más profundo, su divinidad
anonadada se convierte en
su gloria más allá de victorias y poderes. La Cruz brilla corno máxima revelación del
misterio de Dios: no es victoria
sobre lo humano,
sino compenetración.
La dimensión
de sacrificialidad -un Hijo que
aplaca a un Padre ofendido- queda
superada. Cristo se anonada para hacer creíble la
verdad desarmada; es el Cordero sin mancha conducido al
matadero que nos revela la presencia de
un Dios que es todo humildad. En expresión
de Fedor Dostoievski "Cristo se convierte a todos más bien
que cada uno se convierte a él".
La tarea
de ser cristiano se descubre así
como un revestirse de
Cristo, que no
es tanto una conformidad literal
con su vida (la cruz como modelo de método y
ascenso), cuanto un
llegar a la compenetración
Cristo-nosotros: Dios ha querido locamente ser hombre más que conseguir de
nosotros cierta elevación a su gloria.
5. El Espíritu Santo "Es".
Oriente descubre a
la Iglesia y al hombre henchidos
del Espíritu Santo al contemplarse reflejados
en la Trinidad,
en el Dios que inunda al hombre. El Espíritu
es el entre del nosotros trinitario,
Aquel cuyo ser es pura transparencia de Dios hacia sí mismo y hacia el hombre,
sin pretensiones ni presiones de ningún tipo.
Para el hombre es
el sello de su libertad interior,
luz de Dios que se torna fuego capaz de derretir la frialdad de su mente. Sin
presionarle, al hombre
le resulta necesario para coger
la oferta de la salvación divina.
No añade, ni ajusta, ni empuja: precede y la hace posible,
defendiendo así la libertad del hombre.
Para Oriente, el
Espíritu Santo es el que vuelve a esbozar la imagen de
Dios en el
hombre más allá de
nuestro olvido, posibilitando la
plena semejanza, el ser santos. Su ser es unir para que el hombre
sea deificado desde Cristo.
6. La Iglesia
como esplendor del "Nosotros" trinitario.
La eclesiología
nos ofrece también diferentes perspectivas. Para Oriente la comunión supera la
estructura, del mismo modo que el Espíritu supera la letra.
La Iglesia
se revela, entonces,
en Oriente, con
unas notas precisas. Aparece,
ante todo, como el núcleo de lo humano acogido
ya conscientemente en
Dios, lugar donde la
penetración de Dios es
plenamente consciente y deseada.
Es comunidad eucarística,
puesto que la
Fracción del Pan obra
entre los miembros
la posibilidad de ser una persona
única en Cristo.
Por ser
comunión, reflejo de la Comunión
divina, la Iglesia se trasciende a sí
misma va más allá de sus fronteras, no
en cuanto a una conquista del mundo, sino en una penetración de todo el hombre.
Su fin va a ser acoger la libertad
que el Espíritu
Santo expande.
Habría mucho más
que decir sobre el -digamos-
concepto de la lglesia para Oriente,
pero excedería la finalidad
del presente articulo.
7. Obedecer a
Dios es colaborar con su
sabiduría.
Afirmar,
explícita o implícitamente, que no es
posible fiarse de la humanidad es otorgarle un papel que nada tiene de creativo (como preveer y proyectar), sino contentarse con
un rol ejecutivo (realizar puntualmente los designios divinos). Es el mejor camino
para anular la creatividad de la naturaleza
humana tan defendida en nuestro
sistema cultural y que quizá por ello
sigue un rápido proceso de separación de la Iglesia.
Frente a esta
realidad, Oriente ha desarrollado una
tercera vía alejada tanto
de "la razón
sin Dios" como de la "razón obligada y manipulada por Dios".
Se trata de vivir la sinergia o compenetración profunda entre Dios y el hombre, que supera el
inevitable fin de una victoria, un enfrentamiento entre vencedores
-Dios- y vencidos -los hombres-. Una mirada hacia
adelante -escatológica- es, para
Oriente, contemplar una realidad
dinámica, creativa. Dios y el hombre han
comenzado a inventar juntos el cumplimiento de la voluntad divina.
En Dios queda así
superada cada fragmentación, cada
cerrazón en sí mismo del hombre. En la sinergia de su Sabiduría queda
posibilitada la "semejanza" entre Dios
y el hombre,
que rompe la prisión aislante de
la humanidad. Es el triunfo de
la libertad del hombre, la vuelta al Paraíso perdido en el que el
hombre paseaba y conversaba con el Creador.
La deificación se transforma en una vuelta a
los orígenes, irrupción definitiva en el Paraíso.
CONCLUSION
Tras esbozar
algunos aspectos de la espiritualidad oriental, nos encontramos, al evaluarlos
en con junto, ante un
modo concreto de acercamiento al Evangelio complementario de
las intuiciones occidentales.
Tras un milenio de
separación, la realidad
actual es la que
esbozamos al principio: Oriente no es solo en Oriente. Y no se trata de convertir o excluir a
Occidente, sino de lograr cierta sinergia,
compenetración total del misterio de la Iglesia.
Subrayar valores
específicos nos debe llevar a sentir la necesidad de una plenitud de comunión, tal como la hemos
apuntado en el último apartado, al
tratar del "sueño" de
la reconciliación
divino-humana. Quizá sea esta la
aportación de la Rusia y de todo el
Oriente al Tercer Milenio, comprendida como un encuentro entre dos modos
complementarios de entender el misterio.
Creemos que el
fin estaría logrado si Oriente y Occidente coincidieran en el propósito de
iluminar la posibilidad de una humanidad deificada, traspasada por la
presencia de Dios.
Siguiendo la vía del
anonadamiento que Dios elije como testimonio
más creíble de sí, el hombre
logrará reconocer que Dios y la
humanidad no son concurrencialmente distintos ni se encuentran confrontadamente
especificados. Es la puerta abierta a nuevos horizontes para el camino
cristiano en la totalidad del género humano.
Publicado en
"Theophanía", sep.-octubre, 1989, Tángel (Alicante)
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