viernes, 19 de enero de 2024

Pueblo unánime, jana ( A.K. Coomaraswamy)

 

Pueblo unánime, jana


La filosofía cristiana y oriental del arte

A.K. Coomaraswamy

Biblioteca de Estudios Tradicionales. Taurus Ediciones. Madrid 1980. Pp 138-144


En las sociedades tradicionales y unánimes observamos que no puede trazarse ninguna división tajante entre las artes que apelan al campesino y las que apelan al señor; ambos viven en lo que es esencialmente el mismo medio, pero en una escala diferente. Las distinciones son de refinamiento y de lujo, pero no de contenido o estilo; en otras palabras, las diferencias se pueden medir en términos de valor material, pero no son espirituales ni psicológicas. El intento de distinguir entre motivos aristocráticos y motivos populares en la literatura tradicional es falaz; todo arte tradicional es un arte folklórico en el sentido de que es el arte de un pueblo (jana) unánime. Como ha observado el profesor Child en relación con la historia de las baladas: «La condición de la sociedad en la que aparece una poesía verdaderamente nacional y popular… (es la condición) en la que las personas no están divididas por organizaciones políticas y una cultura libresca en clases marcadamente distintas 9; en la que, por consiguiente, hay una comunidad de ideas y sentimientos que hace que el conjunto del pueblo forme un solo individuo».

La única razón de que no logremos comprender esta condición es que consideramos estos problemas desde el estrecho punto de vista de las circunstancias presentes. En una sociedad democrática, donde todos los hombres son teóricamente iguales, lo que existe de hecho es una distinción entre una cultura burguesa, por una parte, y la ignorancia de las masas incultas por otra, a pesar de que ambas clases puedan estar escolarizadas. Aquí no existe nada semejante a un «pueblo» (jana), pues el proletariado no es un «pueblo», sino que más bien es comparable a los parias (candala) que a un cuarto estado (sudra): prácticamente no existen las clases sacerdotal (bramana) y caballeresca (ksatriya) (los hombres son tan parecidos que estas funciones pueden ser ejercidas por cualquiera —por ejemplo, el chico vendedor de periódicos que se convierte en presidente); y la burguesía (vaisya) se asimila a las masas proletarias (candala), para formar lo que es en realidad un «rebaño» (pasu) unánimemente profano, cuya conducta sólo se gobierna por gustos y aversiones, y en absoluto por ningún principio superior 10. Aquí la distinción entre «culto» e «inculto» es meramente técnica; ya no es una distinción de grados de consciencia, sino de más o menos información. Bajo estas condiciones, la distinción entre escolarización y ausencia de escolarización tiene un valor completamente diferente de su valor en las sociedades tradicionales, en las que todo el pueblo, al mismo tiempo que es culturalmente unánime, está diferenciado funcionalmente; la escolarización, en este caso, es completamente innecesaria para algunas funciones, donde, además, su ausencia no constituye una privación, puesto que existen otros medios que no son los libros para la comunicación y la transmisión de los valores espirituales; y, además, bajo estas circunstancias, la propia función (svadharma), no importa cuan

9. Apenas es necesario señalar que una organización social feudal o de castas no es, en este sentido, una división, de la misma manera que la compleja organización del cuerpo físico no es señal de una personalidad desintegrada.

10. Puede concebirse un estado del individuo que sea superior a la casta; por ejemplo, de la deidad, para quien ninguna función (dharma) es demasiado elevada o demasiado baja, se le atribuye un absoluto un absoluto pramana. Por otra parte, la condición del proletariado no es de esta naturaleza, sino que es inferior  a la casta, tanto desde un punto de vista espiritual como desde un punto de vista económico; pues, como lo expresaba Platón, «se hará más, y mejor, y con mayor facilidad, cuando todo el mundo no haga sino una cosa, según su genio; y esto es hacer justicia a cada hombre según lo que es en sí mismo».

 

doméstica» o «comercial» sea, es hablando estrictamente una «vía» (marga); de manera que no es dedicándose a otro trabajo, con el que puede atraerse un prestigio social más alto o más bajo, sino en la medida en que se acerca a la perfección en su propio trabajo y comprende su significación espiritual, como un hombre puede elevarse por encima de sí mismo —y entonces la ambición de elevarse por encima de sus congéneres ya no tiene ningún significado real.

Así pues, en las sociedades democráticas, donde prevalecen los valores proletarios y profanos (es decir, ignorantes), surge una distinción real entre lo que se llama optimistamente el «saber» o la «ciencia» por parte de las clases educadas y la ignorancia de las masas; y esta distinción no se mide por patrones de profundidad, sino de escolaridad, en el simple sentido de capacidad para leer la palabra impresa. En el caso en que sobrevive algún residuo de un verdadero campesinado (como todavía es el caso en Europa, pero difícilmente en América), o cuando se trata de la cultura «primitiva» de otras razas, o incluso de escrituras tradicionales y de tradiciones metafísicas, que son todo excepto de origen popular, las «supersticiones» que entrañan (veremos ahora lo que implica realmente este término tan apropiado) se confunden con la «ignorancia» de las masas, y sólo se estudian con una condescendiente falta de comprensión. Puede verse cuan anómala es la situación que así se crea, cuando nos damos cuenta de que donde el hilo de la enseñanza simbólica e iniciatoria se ha roto, en los niveles sociales superiores (y la educación moderna, ya sea en la India o en cualquier otra parte, tiene precisamente, y muy a menudo intencionalmente, este efecto destructivo), lo que ha conservado aquello que de otro modo se hubiera perdido, son justamente las «supersticiones» del pueblo y lo que es aparentemente irracional en la doctrina religiosa. Cuando la cultura burguesa de las universidades ha declinado así hasta los niveles de la información puramente empírica y limitada a los hechos, entonces, es precisa y únicamente en las supersticiones del campesinado, siempre que hayan sido suficientemente fuertes como para resistir los esfuerzos subversivos de los educadores, donde sobrevive una sabiduría genuinamente humana, y a menudo, ciertamente, sobrehumana, por muy inconsciente y por muy fragmentaria e ingenua que pueda ser la forma en la que se expresa. Hay, por ejemplo, una sabiduría en los cuentos de hadas tradicionales (no, por supuesto, en los que han sido escritos por «literatos» «para niños») que es completamente diferente en tipo del sentido o falta de sentido psicológico que puede contener una novela moderna.

Como ha observado justamente René Guénon, «la concepción misma del “folklore”, tal como se entiende comúnmente, se basa en una hipótesis fundamentalmente falsa, a saber, la suposición de que hay realmente cosas tales como “creaciones populares” o invenciones espontáneas de las masas; y la conexión de este punto de vista con el prejuicio democrático es evidente… El pueblo ha conservado así, sin comprenderlos, los restos de antiguas tradiciones que a veces se remontan a un pasado indeterminablemente distante, al que sólo podemos calificar de “prehistórico”». Así pues, lo que se ha conservado realmente en los cuentos populares y de hadas, y en el arte campesino popular no es, ciertamente, un cuerpo de fábulas meramente infantiles o de entretenimiento, ni un cuerpo de arte decorativo rústico, sino una serie de lo que son realmente doctrinas esotéricas y símbolos que no son de invención popular. Puede decirse que, cuando ha tenido lugar una decadencia intelectual en los círculos superiores, es así como se conserva, de una época a otra, este material doctrinal, proporcionando un vislumbre de luz en medio de lo que puede llamarse la noche oscura del intelecto; la memoria del pueblo hace las veces de una suerte de arca, en la que la sabiduría de una época anterior es transportada (tiryate) durante el período de disolución de las culturas que tiene lugar al cierre de un ciclo 11.

11. Cf. Luc-Benoist, La Cuisine des Anges, 1932, pp. 74-75; «El interés profundo de todas las tradiciones llamadas populares reside sobre todo en el hecho de que no son populares de origen… Aristóteles veía en ellas con razón los restos de la antigua filosofía. Sería menester decir las formas antiguas de la filosofía eterna» —es decir, de la Philosophia Perennis, la «Sabiduría increada, la misma ahora que siempre fue y la misma que será siempre» de San Agustín. Cómo ha señalado Michelet, V.-E., es en este sentido —es decir, en tanto que «los Maestros del Verbo proyectan sus invenciones en la memoria popular que es un receptáculo maravilloso de los conceptos maravillosos» (LE Secret de la Chevalerie, 1930, p. 19)— y no en ningún sentido «democrático», como puede decirse propiamente, Vox populi, vox Dei.

Las fábulas de animales del Pancatantra, en las que se incorpora una sabiduría más que meramente mundana, son incuestionablemente de origen aristocrático y no de origen popular; como dice Edgerton, la mayoría de estas historias han «pasado» al folklore indio, en vez de haber sido extraídas de él (Amer. Oriental Series, III, 1924, pp. 3, 10, 54). Sin duda alguna, lo mismo se aplica a los Jatakas, muchos de los cuales son versiones de mitos, y no hubieran podido haber sido compuestos por nadie que no dominara plenamente las doctrinas metafísicas implícitas.

Andrew Lang, en el prólogo de la obra de Marian Roalfe Cox, Cinderella (1893), en la que se analizan 345 versiones de este relato procedentes de todo el mundo, observó: «Creo que la idea fundamental de la Cenicienta es ésta: una persona de posición humilde u oscura, hace un buen matrimonio gracias a una ayuda sobrenatural». Le resultaba muy difícil dar la razón de la distribución universal de este motivo; del cual, podríamos agregar, hay un caso notabilísimo en un contexto escriturario en el mito indio de Apala e Indra. Aquí sólo preguntaré al lector: ¿de qué «persona de posición humilde u oscura» es el «buen matrimonio» al que Donne se refiere con estas palabras: «Nunca fui casto hasta que tú me arrebataste»?, ¿a quién amó Cristo «en su vileza y en toda su inmundicia» (San Buenaventura, Dom. prim Post. Oct. Epiph. II.2)? y ¿qué implica en su significación final el isros gamos? Y, por el mismo motivo, ¿quién es el «dragón» desencantado por el fier baiser? ¿Quién emerge de la piel escamosa con una «piel solar»?, ¿quién se sacude las cenizas y se viste con un vestido de oro para bailar con el Príncipe?  Pra vasiyansa vivahan apnoti ya evan veda, «¡Excelentísimo es el matrimonio que hace el que comprende eso!» (Pancavirinsa Brahmana, VII.10.4).

 

No se trata de si quienes las cuentan o emplean comprenden o no efectivamente la significación última de las leyendas populares y de los diseños del pueblo. Estos problemas surgen en círculos mucho más altos; por ejemplo, en la historia literaria, a menudo uno se ve llevado a preguntar, cuando encontramos que un carácter épico o romancesco se ha impuesto sobre un material puramente mítico (por ejemplo, en el Mahabharata y el Ramayana,  y en las recensiones europeas del Grial y otros temas célticos), hasta qué punto el autor ha comprendido realmente su tema. El punto que queremos destacar es que el material folklórico, independientemente de nuestras calificaciones actuales en relación con él, es efectivamente de un carácter esencialmente marga y no desi , y que es realmente inteligible en unos niveles de referencia que están muy por encima, y en absoluto por debajo de los de nuestro «saber» contemporáneo ordinario. No es nada sorprendente que este material haya sido transmitido por campesinos para quienes forma una parte de sus vidas, un alimento de su constitución misma, aunque no puedan explicarlo; no es nada sorprendente que el material folklórico pueda describirse como un cuerpo de «supersticiones», puesto que es realmente un cuerpo de costumbres y creencias que «sobreviven» ([stand over], superstat) desde un tiempo en que se comprendían sus significados. Si las creencias folklóricas no se hubieran comprendido ciertamente alguna vez, nosotros no podríamos hablar de ellas ahora como metafísicamente inteligibles, ni explicar la exactitud de su formulación. El campesino puede ser inconsciente y no darse cuenta, pero aquello de lo que es inconsciente y no se da cuenta es en sí mismo muy superior a la ciencia empírica y al arte realista del hombre «educado», cuya ignorancia real se demuestra por el hecho de que estudia y compara los datos del folklore y de la «mitología» sin sospechar su significación real en mayor medida que el campesino más ignorante 12.

Por supuesto, todo lo que se ha dicho arriba se aplica con mayor fuerza aún en los textos de la  sruti  y, sobre todo, al  Rveda, que, lejos de representar una época intelectualmente bárbara (como pretenden algunos), tiene referencias tan abstractas y

 

12 Strzygowksi, en JISOA  V, p. 59, expresa su completo acuerdo con esta afirmación.

 

tan alejadas de los niveles histórico y empírico como para haber devenido casi ininteligible para aquellos cuya capacidad intelectual ha sido inhibida por lo que hoy día se llama una «educación universitaria». Es una cuestión de fe y de comprensión al mismo tiempo: los preceptos Crede ut Intellige e Intellige ut credas («Cree, a fin de que comprendas», y «Comprende, a fin de que creas») son válidos en ambos casos —es decir, ya sea que nos interesemos en la interpretación del folklore o en la de los textos transmitidos.

 

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