Pueblo
unánime, jana
La filosofía cristiana y oriental del arte
A.K. Coomaraswamy
Biblioteca de Estudios Tradicionales. Taurus Ediciones.
Madrid 1980. Pp 138-144
En las sociedades tradicionales y unánimes observamos que no
puede trazarse ninguna división tajante entre las artes que apelan al campesino
y las que apelan al señor; ambos viven en lo que es esencialmente el mismo
medio, pero en una escala diferente. Las distinciones son de refinamiento y de
lujo, pero no de contenido o estilo; en otras palabras, las diferencias se
pueden medir en términos de valor material, pero no son espirituales ni
psicológicas. El intento de distinguir entre motivos aristocráticos y motivos
populares en la literatura tradicional es falaz; todo arte tradicional es un
arte folklórico en el sentido de que es el arte de un pueblo (jana)
unánime. Como ha observado el profesor Child en relación con la historia de las
baladas: «La condición de la sociedad en la que aparece una poesía verdaderamente
nacional y popular… (es la condición) en la que las personas no están divididas
por organizaciones políticas y una cultura libresca en clases marcadamente distintas
9; en la que, por consiguiente, hay una
comunidad de ideas y sentimientos que hace que el conjunto del pueblo forme un
solo individuo».
La única razón de que no logremos comprender esta condición
es que consideramos estos problemas desde el estrecho punto de vista de las
circunstancias presentes. En una sociedad democrática, donde todos los hombres
son teóricamente iguales, lo que existe de hecho es una distinción entre una
cultura burguesa, por una parte, y la ignorancia de las masas incultas por
otra, a pesar de que ambas clases puedan estar escolarizadas. Aquí no existe
nada semejante a un «pueblo» (jana), pues el proletariado no es un
«pueblo», sino que más bien es comparable a los parias (candala) que a
un cuarto estado (sudra): prácticamente no existen las clases sacerdotal
(bramana) y caballeresca (ksatriya) (los hombres son tan
parecidos que estas funciones pueden ser ejercidas por cualquiera —por
ejemplo, el chico vendedor de periódicos que se convierte en presidente); y la
burguesía (vaisya) se asimila a las masas proletarias (candala), para
formar lo que es en realidad un «rebaño» (pasu) unánimemente profano, cuya
conducta sólo se gobierna por gustos y aversiones, y en absoluto por ningún
principio superior 10. Aquí la distinción entre
«culto» e «inculto» es meramente técnica; ya no es una distinción de grados de
consciencia, sino de más o menos información. Bajo estas condiciones, la
distinción entre escolarización y ausencia de escolarización tiene un valor
completamente diferente de su valor en las sociedades tradicionales, en las que
todo el pueblo, al mismo tiempo que es culturalmente unánime, está diferenciado
funcionalmente; la escolarización, en este caso, es completamente innecesaria
para algunas funciones, donde, además, su ausencia no constituye una privación,
puesto que existen otros medios que no son los libros para la comunicación y la
transmisión de los valores espirituales; y, además, bajo estas circunstancias,
la propia función (svadharma), no importa cuan
9. Apenas es necesario
señalar que una organización social feudal o de castas no es, en este sentido,
una división, de la misma manera que la compleja organización del cuerpo físico
no es señal de una personalidad desintegrada.
10. Puede concebirse un
estado del individuo que sea superior a la casta; por ejemplo, de la deidad,
para quien ninguna función (dharma) es demasiado elevada o demasiado
baja, se le atribuye un absoluto un absoluto pramana. Por otra parte, la
condición del proletariado no es de esta naturaleza, sino que es inferior a la casta, tanto desde un punto de vista
espiritual como desde un punto de vista económico; pues, como lo expresaba
Platón, «se hará más, y mejor, y con mayor facilidad, cuando todo el mundo no
haga sino una cosa, según su genio; y esto es hacer justicia a cada hombre
según lo que es en sí mismo».
doméstica» o «comercial» sea, es hablando estrictamente una
«vía» (marga); de manera que no es dedicándose a otro trabajo, con el
que puede atraerse un prestigio social más alto o más bajo, sino en la medida
en que se acerca a la perfección en su propio trabajo y comprende su
significación espiritual, como un hombre puede elevarse por encima de sí
mismo —y entonces la ambición de elevarse por encima de sus congéneres
ya no tiene ningún significado real.
Así pues, en las sociedades democráticas, donde prevalecen
los valores proletarios y profanos (es decir, ignorantes), surge una distinción
real entre lo que se llama optimistamente el «saber» o la «ciencia» por parte
de las clases educadas y la ignorancia de las masas; y esta distinción no se
mide por patrones de profundidad, sino de escolaridad, en el simple sentido de
capacidad para leer la palabra impresa. En el caso en que sobrevive algún
residuo de un verdadero campesinado (como todavía es el caso en Europa, pero
difícilmente en América), o cuando se trata de la cultura «primitiva» de otras
razas, o incluso de escrituras tradicionales y de tradiciones metafísicas, que
son todo excepto de origen popular, las «supersticiones» que entrañan (veremos
ahora lo que implica realmente este término tan apropiado) se confunden con la
«ignorancia» de las masas, y sólo se estudian con una condescendiente falta de
comprensión. Puede verse cuan anómala es la situación que así se crea, cuando
nos damos cuenta de que donde el hilo de la enseñanza simbólica e iniciatoria
se ha roto, en los niveles sociales superiores (y la educación moderna, ya sea
en la India o en cualquier otra parte, tiene precisamente, y muy a menudo
intencionalmente, este efecto destructivo), lo que ha conservado aquello que de
otro modo se hubiera perdido, son justamente las «supersticiones» del pueblo y
lo que es aparentemente irracional en la doctrina religiosa. Cuando la cultura
burguesa de las universidades ha declinado así hasta los niveles de la
información puramente empírica y limitada a los hechos, entonces, es precisa y
únicamente en las supersticiones del campesinado, siempre que hayan sido
suficientemente fuertes como para resistir los esfuerzos subversivos de los
educadores, donde sobrevive una sabiduría genuinamente humana, y a menudo,
ciertamente, sobrehumana, por muy inconsciente y por muy fragmentaria e ingenua
que pueda ser la forma en la que se expresa. Hay, por ejemplo, una sabiduría en
los cuentos de hadas tradicionales (no, por supuesto, en los que han sido escritos
por «literatos» «para niños») que es completamente diferente en tipo del sentido
o falta de sentido psicológico que puede contener una novela moderna.
Como ha observado justamente René Guénon, «la concepción
misma del “folklore”, tal como se entiende comúnmente, se basa en una hipótesis
fundamentalmente falsa, a saber, la suposición de que hay realmente cosas tales
como “creaciones populares” o invenciones espontáneas de las masas; y la
conexión de este punto de vista con el prejuicio democrático es evidente… El
pueblo ha conservado así, sin comprenderlos, los restos de antiguas tradiciones
que a veces se remontan a un pasado indeterminablemente distante, al que sólo
podemos calificar de “prehistórico”». Así pues, lo que se ha conservado
realmente en los cuentos populares y de hadas, y en el arte campesino popular
no es, ciertamente, un cuerpo de fábulas meramente infantiles o de entretenimiento,
ni un cuerpo de arte decorativo rústico, sino una serie de lo que son realmente
doctrinas esotéricas y símbolos que no son de invención popular. Puede decirse
que, cuando ha tenido lugar una decadencia intelectual en los círculos
superiores, es así como se conserva, de una época a otra, este material doctrinal,
proporcionando un vislumbre de luz en medio de lo que puede llamarse la noche
oscura del intelecto; la memoria del pueblo hace las veces de una suerte de
arca, en la que la sabiduría de una época anterior es transportada (tiryate)
durante el período de disolución de las culturas que tiene lugar al cierre de
un ciclo 11.
11. Cf. Luc-Benoist, La
Cuisine des Anges, 1932, pp. 74-75; «El interés profundo de todas las tradiciones
llamadas populares reside sobre todo en el hecho de que no son populares de
origen… Aristóteles veía en ellas con razón los restos de la antigua filosofía.
Sería menester decir las formas antiguas de la filosofía eterna» —es decir, de
la Philosophia Perennis, la «Sabiduría increada, la misma ahora que
siempre fue y la misma que será siempre» de San Agustín. Cómo ha señalado
Michelet, V.-E., es en este sentido —es decir, en tanto que «los Maestros del
Verbo proyectan sus invenciones en la memoria popular que es un receptáculo
maravilloso de los conceptos maravillosos» (LE Secret de la Chevalerie, 1930,
p. 19)— y no en ningún sentido «democrático», como puede decirse propiamente, Vox
populi, vox Dei.
Las fábulas de animales
del Pancatantra, en las que se incorpora una sabiduría más que meramente
mundana, son incuestionablemente de origen aristocrático y no de origen
popular; como dice Edgerton, la mayoría de estas historias han «pasado» al
folklore indio, en vez de haber sido extraídas de él (Amer. Oriental Series,
III, 1924, pp. 3, 10, 54). Sin duda alguna, lo mismo se aplica a los Jatakas,
muchos de los cuales son versiones de mitos, y no hubieran podido haber sido
compuestos por nadie que no dominara plenamente las doctrinas metafísicas
implícitas.
Andrew Lang, en el prólogo
de la obra de Marian Roalfe Cox, Cinderella (1893), en la que se
analizan 345 versiones de este relato procedentes de todo el mundo, observó:
«Creo que la idea fundamental de la Cenicienta es ésta: una persona de posición
humilde u oscura, hace un buen matrimonio gracias a una ayuda sobrenatural». Le
resultaba muy difícil dar la razón de la distribución universal de este motivo;
del cual, podríamos agregar, hay un caso notabilísimo en un contexto escriturario
en el mito indio de Apala e Indra. Aquí sólo
preguntaré al lector: ¿de qué «persona de posición humilde u oscura» es el
«buen matrimonio» al que Donne se refiere con estas palabras: «Nunca fui casto
hasta que tú me arrebataste»?, ¿a quién amó Cristo «en su vileza y en toda su
inmundicia» (San Buenaventura, Dom. prim Post. Oct. Epiph. II.2)? y ¿qué implica en su significación
final el isros gamos? Y, por el mismo motivo, ¿quién es el «dragón»
desencantado por el fier baiser?
¿Quién emerge de la piel escamosa con una «piel solar»?, ¿quién se sacude las
cenizas y se viste con un vestido de oro para bailar con el Príncipe? Pra vasiyansa vivahan apnoti ya evan veda, «¡Excelentísimo es el matrimonio que hace el que
comprende eso!» (Pancavirinsa Brahmana, VII.10.4).
No se trata de si quienes las cuentan o emplean comprenden o
no efectivamente la significación última de las leyendas populares y de los
diseños del pueblo. Estos problemas surgen en círculos mucho más altos; por
ejemplo, en la historia literaria, a menudo uno se ve llevado a preguntar,
cuando encontramos que un carácter épico o romancesco se ha impuesto sobre un
material puramente mítico (por ejemplo, en el Mahabharata y el Ramayana, y en las recensiones europeas del Grial y
otros temas célticos), hasta qué punto el autor ha comprendido realmente su
tema. El punto que queremos destacar es que el material folklórico,
independientemente de nuestras calificaciones actuales en relación con él, es
efectivamente de un carácter esencialmente marga y no desi , y
que es realmente inteligible en unos niveles de referencia que están muy por
encima, y en absoluto por debajo de los de nuestro «saber» contemporáneo
ordinario. No es nada sorprendente que este material haya sido transmitido por
campesinos para quienes forma una parte de sus vidas, un alimento de su
constitución misma, aunque no puedan explicarlo; no es nada sorprendente que el
material folklórico pueda describirse como un cuerpo de «supersticiones»,
puesto que es realmente un cuerpo de costumbres y creencias que «sobreviven»
([stand over], superstat) desde un tiempo en que se comprendían sus
significados. Si las creencias folklóricas no se hubieran comprendido
ciertamente alguna vez, nosotros no podríamos hablar de ellas ahora como
metafísicamente inteligibles, ni explicar la exactitud de su formulación. El
campesino puede ser inconsciente y no darse cuenta, pero aquello de lo que es
inconsciente y no se da cuenta es en sí mismo muy superior a la ciencia
empírica y al arte realista del hombre «educado», cuya ignorancia real se
demuestra por el hecho de que estudia y compara los datos del folklore y de la
«mitología» sin sospechar su significación real en mayor medida que el
campesino más ignorante 12.
Por supuesto, todo lo que se ha dicho arriba se aplica con
mayor fuerza aún en los textos de la sruti
y, sobre todo, al Rveda, que, lejos de representar una época
intelectualmente bárbara (como pretenden algunos), tiene referencias tan
abstractas y
12 Strzygowksi, en JISOA V, p. 59, expresa su completo acuerdo con esta
afirmación.
tan alejadas de los niveles histórico y empírico como para
haber devenido casi ininteligible para aquellos cuya capacidad intelectual ha
sido inhibida por lo que hoy día se llama una «educación universitaria». Es una
cuestión de fe y de comprensión al mismo tiempo: los preceptos Crede ut
Intellige e Intellige ut credas («Cree, a fin de que comprendas», y
«Comprende, a fin de que creas») son válidos en ambos casos —es decir, ya sea
que nos interesemos en la interpretación del folklore o en la de los textos
transmitidos.
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