RENÉ GUÉNON:
EL
ESOTERISMO DEL GRIAL
Cuando
hablamos del esoterismo del Grial, no entendemos sólo por ello que, como todo símbolo verdaderamente tradicional, presenta un lado esotérico, es decir, que
a su significado exterior y generalmente conocido se superpone otro significado
de un orden más profundo, que no es accesible mas que para aquellos que han
accedido a un cierto grado de comprensión. En realidad, el símbolo del Grial,
con todo lo que se relaciona con él, es de aquellos cuya misma naturaleza es
esencialmente esotérica e iniciática; esto es lo que explica muchas de sus
particularidades que de otro modo aparecerían como enigmas insolubles, y la difusión exterior que tuvo la leyenda del Grial, en una determinada época y en
determinadas circunstancias, no cambia nada este carácter. Esto requiere
algunas explicaciones; pero, en principio, debemos destacar que esta difusión
se sitúa enteramente en un período muy breve, que, sin duda, apenas sobrepasa
medio siglo; parece tratarse, por consiguiente, de la súbita manifestación de
alguna cosa que no intentaremos definir de una manera precisa, y que habría
entrado luego, no menos súbitamente, en la sombra; cualesquiera que hubieran
podido ser las razones para ello, tenemos aquí un problema histórico del que
nos asombramos que parezca que nunca se haya pensado en examinarlo con la
atención que merecería.
Las
condiciones en las que se produjo esta manifestación requieren algunas observaciones
importantes; en efecto, las novelas del Grial parecen, a primera vista,
contener elementos bastante entremezclados, y algunos, sin llegar no obstante
hasta negar la existencia de un significado de orden espiritual, han creído
poder hablar de este respecto de «invenciones de poetas». A decir verdad,
estas invenciones, cuando se encuentran en cosas de este orden, lejos de referirse
a lo esencial, no hacen más que disimularlo, voluntariamente o no, bajo las
apariencias engañosas de una «ficción» cualquiera; y en ocasiones lo llegan a
disimular incluso demasiado bien, porque, cuando ellas se hacen demasiado
usurpadoras, acaba por llegar a ser casi imposible descubrir el sentido
profundo y original. Este peligro es de temer, sobre todo, cuando el mismo
poeta no tiene conciencia del valor real de los símbolos, porque es evidente
que este caso puede presentarse; el apólogo del «asno que lleva las reliquias»
se aplica aquí como en tantas otras cosas; y el poeta, entonces, podrá
transmitir sin saberlo datos iniciáticos cuya auténtica naturaleza se le
escape. La cuestión se plantea aquí muy particularmente: ¿fueron de éstos, los
autores de las novelas del Grial, o, al contrario, fueron conscientes, en un
grado u otro, del sentido profundo de lo que expresaban? Desde luego no es
fácil responder a ello con certeza, porque las apariencias pueden engañar: en
presencia de una mezcla de elementos insignificantes o incoherentes uno está
tentado de pensar que el autor no sabia lo que hablaba; sin embargo, no es
forzosamente así, porque ocurre a menudo que las obscuridades e igualmente las
contradicciones son perfectamente intencionadas, y los detalles inútiles tienen
expresamente por fin desviar la atención de los profanos, de la misma manera
que un símbolo puede ser disimulado intencionadamente en un motivo de ornamentación
más o menos complicado; en la Edad Media, sobre todo, abundan los ejemplos de
este tipo, como ocurre con Dante y los «Fieles de Amor». El hecho de que el
significado superior trasluzca menos en Chrétien de Troyes, por ejemplo, que
en Robert de Boron, no prueba pues, necesariamente, que el primero fuera menos
consciente del mismo que el segundo; y aún menos habría que concluir que este
significado estuviese ausente en sus escritos, lo que sería un error comparable
a aquel que consiste en atribuir a los antiguos alquimistas preocupaciones de
orden únicamente material, por la única razón que ellos no juzgaron conveniente
escribir con todas las letras que su ciencia era en realidad de naturaleza
espiritual. Por lo demás, la cuestión de la «iniciación» de los autores de las
novelas tiene quizá menos importancia de lo que se podría creer en un
principio, porque, de todas formas, no cambia nada los aspectos bajo los
cuales el tema es presentado; puesto que se trata de una «exteriorización» de
datos esotéricos, pero que, por otra parte, en modo alguno puede ser una
«vulgarización», es fácil comprender
que deba ser así. Iremos más lejos: un profano puede muy bien, igualmente, por
una «exteriorización» así, haber servido de portavoz de una organizacion
iniciatica, que lo habría escogido a este efecto simplemente por sus cualidades
de poeta o de escritor, o por cualquier otra razón contingente. Dante escribía
con perfecto conocimiento de causa; Chrétien de Troyes, al igual que Robert de
Boron y tantos otros, fueron probablemente mucho menos conscientes de lo que
expresaban, y, quizá incluso, algunos de ellos no lo fueron en absoluto; pero
poco importa en el fondo, porque, si había detrás de ellos una organización
iniciática, cualquiera que fuese, el peligro de una deformación debida a su
incomprensión quedaba, por ello mismo, descartado; esta organización podía
guiarlos constantemente sin que ellos mismos ni siquiera se enterasen, ya fuese
por que algunos de sus miembros les suministrasen los elementos a poner en la
obra, ya fuese por las sugerencias o por influencias de otro tipo, más sutiles
y menos «tangibles», pero no por ello menos reales ni menos eficaces. Por otra
parte, esto no es más que un aspecto de la cuestión: por el hecho de que la
leyenda del Grial se presente bajo una forma propiamente cristiana, en la que
sin embargo, se encuentran elementos de otra procedencia y cuyo origen es manifiestamente
anterior al Cristianismo, se ha querido a veces considerar estos elementos de
alguna manera como «accidentales», como si se hubieran añadido a la leyenda
«desde fuera» y que no poseyeran más que un carácter simplemente «folklórico».
A este respecto, debemos decir que la concepción misma del «folklore», como más
habitualmente se la entiende en nuestra época, descansa sobre una idea
radicalmente falsa, la idea de que existen «creaciones populares», productos
espontáneos de la masa popular; es evidente que esta concepción está estrechamente
ligada a ciertos prejuicios modernos, y no insistiremos aquí en todo lo que
hemos dicho al respecto en otras ocasiones. En realidad, cuando se trata, como
ocurre casi siempre, de elementos tradicionales, en el verdadero sentido de la
palabra, por más deformados, menguados o fragmentados que puedan estar a veces,
y de cosas poseedoras de valor simbólico real, aunque, a menudo, disimulado
bajo una apariencia más o menos «mágica» o «fantástica», todo esto, lejos de
tener un origen popular, no es, en definitiva, ni siquiera de origen humano,
porque la tradición se define precisamente, en su misma esencia, por su
carácter suprahumano. Lo que puede ser popular es únicamente el hecho de la
«supervivencia», cuando estos elementos pertenecen a formas tradicionales
desaparecidas; y, a este respecto, el término «folklore» adquiere un
significado bastante próximo al de «paganismo», teniendo sólo en cuenta la
etimología de este último y quitándole la intención polémica e injuriosa. El
pueblo conserva así, sin comprenderlos, los residuos de tradiciones antiguas,
que se remontan incluso a veces a un pasado tan lejano que sería imposible
determinarlo exactamente y que nos contentamos con remitir, por esta razón, al
terreno nebuloso de la «prehistoria»; cumple en esto la función de una especie
de memoria colectiva, más o menos «subconsciente», cuyo contenido proviene
manifiestamente de otra parte. Lo que puede parecer más asombroso es que,
cuando se va al fondo de las cosas, se comprueba que lo que se ha conservado de
ese modo contiene sobre todo, bajo una forma más o menos velada, una suma
considerable de datos de orden propiamente esotérico, es decir, precisamente lo
que es menos popular por naturaleza. De este hecho sólo existe una explicación
plausible: cuando una forma tradicional está a punto de extinguirse, sus últimos
representantes pueden muy bien confiar voluntariamente a esta memoria colectiva
de la que acabamos de hablar lo que de otro modo se perdería irremisiblemente;
éste es, en suma, el único modo de salvar lo que puede serlo en una cierta
medida; y, al mismo tiempo, la incomprensión natural de la masa es una
garantía suficiente de que lo que poseía un carácter esotérico no por ello será
desposeído del mismo, permaneciendo solamente, como una especie de testimonio
del pasado, para aquellos que, en otros tiempos, serán capaces de
comprenderlo.
Dicho esto,
no vemos por qué se atribuiría indistintamente al «folklore», sin un examen más
amplio, todos los elementos «precristianos», y más particularmente célticos,
que se encuentran en la leyenda del Grial, pues la distinción que conviene
hacer a este respecto es la de las formas tradicionales desaparecidas y las
que están vivas actualmente, y, por consiguiente, la pregunta que se debería
hacer es la de saber si la tradición céltica había realmente cesado de vivir
cuando se constituyó la leyenda de que se trata. Esto es, cuando menos, dudoso:
por una parte, esta tradición pudo mantenerse por más tiempo de lo que de
ordinario se cree, con una organización más o menos oculta, y, por otra parte,
esta misma leyenda, en sus elementos esenciales, puede ser mucho más antigua de
lo que piensan los «críticos», no porque hubiera forzosamente textos hoy en
día desaparecidos, sino, antes bien, por una transmisión oral que puede haber
durado varios siglos, lo que está lejos de ser un hecho excepcional. Por nuestra
parte vemos ahí la señal de una «unión» entre dos formas tradicionales, una
antigua y otra entonces nueva, la tradición céltica y la tradición cristiana,
unión por la cual, lo que debía conservarse de la primera fue, de alguna forma,
incorporado a la segunda, modificándose sin duda hasta cierto punto, por
adaptación y asimilación, pero no hasta el extremo de transponerse sobre otro
plano como lo quisieran algunos, pues existen equivalencias entre todas las
tradiciones regulares. Tenemos pues aquí algo muy distinto que una simple
cuestión de «fuentes», en el sentido en que lo entienden los eruditos. Sería
quizá difícil precisar exactamente el lugar y la fecha en que se produjo esa
unión, pero esto no posee más que un interés secundario y casi únicamente
histórico; es fácil, además, concebir que estas cosas son de aquellas que no
dejan vestigios en «documentos» escritos. El punto importante para nosotros, y
que no nos parece de ningún modo dudoso, es que los origenes de la leyenda del
Grial deben relacionarse con la transmisión de ciertos elementos tradicionales,
de orden más propiamente iniciático, del Druidismo al Cristianismo; habiéndose
efectuado esta transmisión regularmente, y, fueran cuales fueren, por otra
parte, sus modalidades, esos elementos formaron desde entonces parte
integrante del esoterismo cristiano. La existencia de éste en el Medievo es
absolutamente cierta; abundan pruebas de todo tipo para quien sepa verlas, y
las negaciones, debidas a la incomprensión moderna, ya provengan de partidarios
o adversarios del Cristianismo, nada prueban contra este hecho. Conviene
fijarse bien en que decimos «esoterismo cristiano» y no «Cristianismo
esotérico»; porque no se trata, en absoluto, de una forma especial de Cristianismo,
se trata de la vertiente «interior» de la tradición cristiana, y es fácil
comprender que en ello hay más que una simple diferenciación. Además, cuando
conviene distinguir en una forma tradicional dos facetas, una exotérica y otra
esotérica, debe entenderse bien que ellas no se refieren al mismo terreno, de
modo que no puede haber entre ellas conflicto u oposición de ningún tipo; en
particular, cuando el exoterismo reviste un carácter específicamente religioso,
como es aquí el caso, el esoterismo correspondiente, aun teniendo
necesariamente en él su base y su apoyo, no tiene en sí mismo nada que ver con
el terreno religioso, y se sitúa en un orden totalmente distinto. De esto
resulta inmediatamente que ese esoterismo no puede en ningún caso ser
representado por «Iglesias» o «sectas» cualesquiera, las cuales, por
definición misma, son siempre religiosas, luego exotéricas; bien es verdad que
algunas «sectas» han podido nacer de una confusión entre la dos esferas y de
una «exteríorización» errónea de datos esotéricos mal comprendidos y mal
aplicados; pero las organizaciones iniciáticas verdaderas, manteniéndose
estrictamente en el terreno que les es propio, permanecen forzosamente ajenas a
tales desviaciones, y su misma «regularidad» las obliga a no reconocer más que
lo que presenta un carácter de rigurosa ortodoxia, aunque sólo fuera en el
aspecto exotérico. Se puede estar bien seguro por este motivo que aquellos que
quieren relacionar con «sectas» lo que concierne al esoterismo o a la iniciación,
Siguen un camino equivocado y no pueden mas que perderse; no es necesario
examinar las cosas de más cerca para descartar toda hipótesis de este tipo, y,
si en algunas «sectas» se encuentran elementos que parecen ser de naturaleza
esotérica, hay que concluir de ello de que de ningún modo tienen en ellas su
origen, si no que, bien al contrario, han sido desviados en ellas de su
verdadero significado. Puesto que esto es así, algunas aparentes dificultades a
las que hacía alusión al principio se encuentran al punto resueltas, o, mejor
dicho, se aprecia que son inexistentes: no hay motivos para preguntarse, por
ejemplo, cual puede ser la situación con relación a la ortodoxia cristiana,
entendida en su sentido ordinario, de una línea de transmisión al margen de la
«sucesión apostólica», como aquella que encontramos en algunas versiones de la
leyenda del Grial; se trata aquí de una jerarquía iniciática, la jerarquía
religiosa o eclesiástica no puede de ninguna manera ser afectada por su
existencia, que no le concierne, y que, por otra parte, ella no tiene por qué
conocer «oficialmente», si podemos decirlo así, porque ella misma no tiene
competencia y no ejerce jurisdicción legítima más que en el terreo exotérico.
Igualmente, cuando se trata de una fórmula secreta relaciona da con ciertos
ritos, hay una singular ingenuidad en preguntarse si la pérdida u omisión de
esta fómrula no corre el riesgo de impedir que la celebración de la misa pueda
ser contemplada como válida; la misa, tal como es, es un rito religioso,
mientras que en aquel caso, se trata de un rito iniciático, lo que indica
suficientemente su carácter secreto; cada uno es válido dentro de su orden, e
incluso, si uno y otro tienen en común un carácter «eucarístico», como ocurre
también en el caso de la cena rosacruciana, esto no cambia nada de esta
distinción esencial, como tampoco el hecho de que un mismo símbolo pueda ser
interpretado a la vez desde los dos puntos de vista, exotérico y esotérico, no
impide que éstos sean profundamente distintos y se refieran. como ya lo hemos
dicho, a terrenos completamente diferentes; cualesquiera que puedan ser a veces
las semejanzas exteriores, que se explican, por otra parte, por algunas
correspondencias reales, el alcance y la finalidad de los ritos iniclatico son
completamente distintos que los de los ritos religiosos.
Ahora bien,
que los escritos que conciernen a la leyenda del Grial emanaran, directa o
indirectamente, de una organización iniciática, esto no quiere decir, en
absoluto, que constituyan un ritual de iniciación, como algunos lo han
supuesto bastante caprichosamente; y es curioso notar que nadie ha emitido
jamás una hipótesis semejante, por lo menos que sepamos, para obras que, sin embargo,
describen de forma mucho más manifiesta un proceso iniciátíco, como la Divina
Comedia o el Roman de la Rose; es bien evidente que todos los
escritos que presentan un carácter esotérico no por ello son rituales. En el
presente caso, esta suposición tropieza con cierto número de inverosimilitudes:
tal es, en particular, el hecho de que el pretendido candidato tenga que
formular una pregunta, en lugar de tener, por el contrario, que responder a
las preguntas del iniciador, como ocurre en general; las divergencias que
existen entre las diferentes versiones son igualmente incompatibles con el carácter
de un ritual, que tiene necesariamente una forma fija y bien definida; pero
creemos poco útil insistir más sobre este punto. Por otro lado, cuando hablamos
de organizaciones iniciáticas, debe quedar bien claro que no hay que
imaginárselas en modo alguno, siguiendo un error muy extendido que a menudo
hemos tenido que señalar, como siendo, más o menos, lo que hoy día se denomína
«sociedades», con todo el aparato de formalidades exteriores que esta palabra
implica; si algunas de entre ellas, en Occidente, han llegado a tomar tal
forma, esto no es más que el efecto de un tipo de degeneración muy moderno.
Allí donde nuestros contemporáneos no encuentran nada que se asemeje a una
«sociedad», muy a menudo parecen no ver otra posibilidad que la de una cosa
vaga e indeterminada, que no tiene más que una existencia simplemente «ideal»,
es decir, en suma, para quien no se para en palabras, puramente imaginaria;
pero las realidades iniciáticas no tienen nada en común con estas concepciones
nebulosas, y, al contrario, son algo muy «positivo». Lo que interesa saber ante
todo es que ninguna iniciación puede existir fuera de toda organización y de
toda transmisión regular; y, precisamente, si se quiere saber donde se
encuentra verdaderamente lo que se ha llamado a veces el «secreto del Grial»,
hace falta referirse a la constitución de los centros espirituales de donde
emana toda iniciación, porque, bajo la cobertura de los relatos legendarios, de
esto es esencialmente de lo que se trata en realidad.
Hemos
expuesto en nuestro estudio sobre el Roi du Monde las consideraciones
que se refieren a esta cuestión y no podemos hacer aquí otra cosa que
resumirías; pero conviene que indiquemos al menos lo que es el simbolismo del
Grial en si mismo, dejando de lado los detalles secundarios de la leyenda, por
significativos que puedan ser. A este respecto, debemos decir en primer lugar
que, aunque hayamos hablado hasta aquí de la tradición céltica y de la
tradición cristiana, porque ellas son las que nos conciernen directamente
cuando se trata del Grial, el símbolo de la copa o del vaso es, en realidad, de
los que bajo una forma u otra, se encuentran en todas las tradiciones y de los
que se puede decir que pertenecen verdaderamente al simbolismo universal.
También nos hace falta precisar que, a pesar de lo que puedan pensar aquellos
que se atienen a un punto de vista exterior y exclusivamente histórico, esta
comunidad de símbolos, entre las formas tradicionales más diversas y más
alejadas unas de otras, en el espacio y en el tiempo, de ningún modo es debida
a «préstamos», que, en muchos casos, serían completamente imposibles; la verdad
es que estos símbolos son universales porque pertenecen ante todo a la
tradición primordial de la que todas estas formas diversas han derivado,
directa o indirectamente. Las asimilaciones que algunos «historiadores de las
religiones» han contemplado respecto al «vaso sagrado», son, pues,
completamente justificadas en sí mismas; pero lo que hay que rechazar es, por
una parte, sus explicaciones de la «migración de los símbolos», que pretenden
que no hacen referencia más que a simples contingencias históricas, y también,
por la otra, las interpretaciones «naturalistas» que no son debidas más que a
la incomprensión moderna del simbolismo y que no podrían ser válidas para
ninguna tradición. Es particularmente importante llamar aquí la atención sobre
este último punto, porque algunos, aceptando sin discusión tal interpretación
para el «vaso de abundancia» de las tradiciones antiguas, céltica y otras, han
creído que en ellas no había ninguna vinculación real con el significado
«eucarístico» de la copa en el Cristianismo, de manera que la similitud
establecida entre uno y otra en la leyenda del Grial no seria más que uno de
esos elementos supuestamente «folklóricos» que ellos consideran como
sobreañadidos y cuyo carácter y alcance desconocen enteramente; por el
contrario, para quien comprende bien el simbolismo, no solamente no hay aquí
ninguna diferencia radical, sino que, incluso puede decirse que en el fondo es
exactamente la misma cosa. En todos los casos, aquello de que se trata es siempre
el recipiente que contiene el alimento o la bebida de la inmortalidad, con
todos los significados que están implicados en ello, comprendido aquel que lo
asimila al conocimiento tradicional mismo, en cuanto éste es el «pan bajado
del cielo», conforme a la afirmación evangélica según la cual «no sólo de pan
-terreno- vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios», es
decir, de una manera general, que emana de un origen suprahumano, y que, bajo
cualquier forma exterior con que se revista, es siempre y en definitiva una
expresión o una manifestación del Verbo divino. Por esto es por lo que, por
otra parte, el Grial no es sólo una copa, sino que aparece también algunas
veces como un libro, que es propiamente el «Libro de Vida», o el prototipo
celeste de todas las Escrituras sagradas; ambos aspectos pueden incluso
encontrarse reunidos, pues, en algunas versiones, el libro es reemplazado por
una inscripción trazada sobre la copa por un ángel o por Cristo mismo.
Recordaremos también a este respecto el lapsit exilis de Wolfram von
Eschenbach, la piedra caída del Cielo sobre la que aparecían en determinadas
circunstancias inscripciones de origen asimismo «no humano»; pero no podemos
insistir más sobre estos aspectos, menos conocidos generalmente que aquel en
el que el Grial es representado bajo la forma de una copa. Señalaremos
únicamente, para mostrar que, a pesar de las apariencias, estos diferentes aspectos
no son de ningún modo contradictorios entre sí, que incluso cuando es una
copa, el Grial es también, al mismo tiempo, una piedra, e incluso una piedra
caída del Cielo, porque, según la leyenda, habría sido tallada por los ángeles
de una esmeralda desprendida de la frente de Lucifer cuando su caída. Este
origen es particularmente destacable, porque esta esmeralda frontal se
identifica con el «tercer ojo» de la tradición hindú, que representa el «sentido
de la eternidad», lo que nos devuelve, por lo demás, a la idea del «alimento de
inmortalidad», pues es evidente que la verdadera inmortalidad está
esencialmente vinculada a la posesión de ese «sentido de la eternidad»; y, como
éste viene dado por el conocimiento efectivo de la verdad tradicional, vemos
que todo esto es en realidad perfectamente coherente.
Se ha dicho
también que el Grial fue confiado a Adán en el Paraíso terrenal, pero que,
después de su caída, Adán lo perdió a su vez, pues no pudo llevárselo consigo
cuando fue expulsado del Edén; con el significado que acabamos de indicar,
esto se comprende inmediatamente. En efecto, el hombre, separado de su centro
original, desde entonces se encontraba encerrado en la esfera temporal; ya no
podía, por consiguiente, alcanzar el punto único desde el que todas las cosas
son contempladas bajo el aspecto de la eternidad. En otras palabras, esta
posesión del «sentido de la eternidad», del que acabamos de hablar, pertenece,
propiamente dicho, a lo que todas las tradiciones denominan el «estado
primordial», cuya restauración constituye el primer estadio de la verdadera
iniciación, siendo la condición previa para la conquista efectiva de los estados
suprahumanos, pues la comunicación con éstos no es posible más que a partir del
punto central del estado humano; bien entendido que lo que representa el
Paraíso terrenal no es otra cosa que el «Centro del Mundo». Así, el Grial
corresponde, al mismo tiempo, a dos cosas, una doctrina tradicional y un estado
espiritual, que son estrechamente solidarios una de otro: aquel que posee
íntegramente la tradición primordial y que ha llegado al grado de conocimiento
efectivo que implica esencialmente esta posesión queda, en efecto, por ello
mismo, reintegrado en la plenitud del «estado primordial», lo que equivale a
decir que, en lo sucesivo, estará restituido en el «Centro del Mundo». Por otro
lado, la copa es, por ella misma, uno de los símbolos cuyo significado es
esencialmente «central», al igual que la lanza que acompaña al Grial, que es,
de algún modo, complementaria de éste, siendo una de las representaciones
tradicionales del «Eje del Mundo», el cual, pasando por el punto central de
cada estado, une entre sí todos los estados del ser. Este significado de la
copa resulta inmediatamente de su asimilación simbólica con el corazón; no deja
de tener interés señalar, a este respecto, que en los antiguos jeroglíficos
egipcios el corazón mismo era representado por un vaso; por otra parte, el
corazón y la copa tienen, tanto el uno como la otra, por esquema geométrico el
triángulo, cuya punta está dirigida hacia abajo, tal como se encuentra, en
particular, en algunos yantras de la India. Por lo que se refiere más
particularmente al Grial, bajo la forma específica cristiana de la leyenda, su
conexión con el corazón de Cristo, cuya sangre contiene, es demasiado evidente
para que sea necesario insistir más en ello. En todas las tradiciones, «Corazón
del Mundo» y «Centro del Mundo» son expresiones equivalentes; no habiendo
aquí, por otra parte, nada contradictorio con lo que hemos dicho antes respecto
del «tercer ojo», pues, en la medida en que el corazón es considerado
como centro del ser, es también en él donde reside realmente «el sentido de la
eternidad». Pero naturalmente no podemos pensar en extendernos aquí sobre la
concordancia de estos diversos símbolos, ni sobre su relación con ciertas
«localizaciones» que se corresponden con diferentes grados o estados espirituales
del ser humano.
Hemos de
hablar todavía un poco de la «demanda del Grial», que se vincula también a un
simbolismo muy general, pues, en casi todas las tradiciones, se alude a un algo
que, a partir de una determinada época, habría sido perdido o cuando menos
ocultado, y que la iniciación debe permitir encontrar de nuevo; este «algo»
puede ser representa do de muy diferentes formas según los casos, pero, en el
fondo, el sentido es siempre el mismo. Cuando se dice que Set logró volver a
entrar en el Paraíso terrenal y pudo así recuperar el precioso vaso que otros
poseyeron después de él, debe comprenderse que se trata del establecimiento de
un centro espíritual destinado a reemplazar al Paraíso perdido, y que era como
una imagen de éste; y entonces esta posesión del Grial representa la
conservación íntegra de la tradición primordial en un centro espiritual así.
La pérdida del Grial o de alguno de sus equivalentes simbólicos es, en suma,
la pérdida de la tradición con todo lo que ésta comporta; por otra parte, a
decir verdad, esta tradición está oculta más que perdida, o al menos, no puede
nunca estar perdida más que para algunos centros secundarios, cuando éstos
dejan de estar en relación directa con el Centro Supremo. En cuanto a este
último, conserva siempre intacto el depósito de la tradición y no es afectado
por los cambios que ocurren en el mundo exterior en el transcurso del
desarrollo del ciclo histórico; pero, al igual que el Paraíso terrenal se ha
vuelto inaccesible, el Centro Supremo, que es, en suma, su equivalente, puede,
en el transcurso de un cierto período, no ser manifestado exteriormente, y
entonces se puede decir que la tradición estará perdida para el conjunto de la
humanidad, pues ella no se conserva más que en algunos centros
rigurosamente cerrados, y el grueso de
la humanidad, aunque reciba todavía de ella ciertos reflejos por mediación de
las formas tradicionales particulares, que han derivado de ella, ya no partícipa
de ella de un modo consciente y efectivo, contrariamente a lo que tenía lugar
en el estado original. La pérdida de la tradición puede ser entendida en este
sentido general, o bien ser relacionada con el obscurecimien to del centro
espiritual secundario que regía, más o menos visiblemente, los destinos de un
pueblo en particular o de una civilización determinada; por consiguiente, hace
falta, cada vez que se encuentre un simbolismo que se relacione con ella,
examinar si debe ser interpretado en uno o en otro de estos dos sentidos.
Además, hay que significar que la constitución misma de los centros secundarios,
correspondientes a formas tradicionales particulares, cualesquiera que sean,
indica ya un primer grado de oscurecimiento respecto de la tradición
primordial, puesto que el Centro Supremo, desde entonces, deja de estar en
contacto directo con el exterior y el vínculo sólo se mantiene a través de los
centros secundarios, que son los únicos que se conocen; por este motivo es por
el cual encontramos a menudo cosas «substituidas», que pueden ser palabras u
objetos simbólicos. Por otra parte, si un centro secundario llega a
desaparecer, se puede decir que, de alguna manera, es reabsorbido en el Centro
Supremo, del que no es más que una emanación; aquí, como en el caso del obscurecimiento
general que se produce conforme a las leyes cíclicas, hay además que advertir
grados: puede darse el caso de que un centro así pase a ser sólo más oculto y
más cerrado, lo cual puede ser representado por el mismo simbolismo que su
desaparición completa, pues, todo alejamiento del exterior es, al mismo tiempo,
y en una medida equivalente, un retorno al Principio. Queremos hacer alusión
aquí, más particularmente, al simbolismo de la desaparición final del Grial:
que éste fuera arrebatado al Cielo, según algunas versiones, o transportado al
«Reino del Preste Juan», según otras, esto significa exactamente lo mismo,
aun cuando los «críticos», que ven contradicciones por todas partes, sin duda
ni lo sospechan. Se trata siempre de esta misma retirada del exterior hacia
el interior, en razón del estado del mundo en una determinada época o, para
hablar más exactamente, de esa parte del mundo que está en relación con la
forma tradicional considerada; esta retirada no se aplica aquí, por otra parte,
más que al lado esotérico de la tradición, mientras el lado exotérico, en un caso
como el del Cristianismo, permanece sin ningún cambio aparente; pero es
precisamente por el lado esotérico por el que se establecen y mantienen los
vínculos efectivos con el centro supremo, por cuanto estos vínculos implican
necesariamente la conciencia de la unidad esencial de todas las tradiciones;
lo cual no puede ser competencia del exoterismo, cuyo horizonte está siempre
limitado exclusivamente a una forma particular. Que subsista, no obstante,
cierta relación con el Centro Supremo, pero de alguna manera invisible e
inconscientemente, mientras la forma tradicional considerada permanece viva,
esto debe darse, forzosamente, a pesar de todo; pues si fuera de otro modo,
esto equivaldría a decir que el «espíritu» se habría retirado enteramente de la
misma y que ella ya no es verdaderamente más que un cuerpo muerto. Se ha dicho
que el Grial ya no fue visto más como antes, pero no se dice que nadie lo viera
más; cierto es, al menos en principio, que siempre está presente para aquellos
que están «calificados»; pero, de hecho, éstos son cada vez más escasos, hasta
el punto de no constituir más que una ínfima excepción; y, desde la época en la
que se dice que los verdaderos rosacruces se retiraron a Asia, es decir, sin
duda, también simbólicamente, al «Reino del Preste Juan», ¿qué posibilidades
de llegar a la iniciación afectiva pueden todavía encontrar abiertas antes
ellos en el mundo occidental?
Publicado en "Cahiers du Sud":
Lumière du Graal, Paris, 1950. Traducido en "Cielo y
Tierra": El Graal y la búsqueda
iniciática, Barcelona, 1985.
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