miércoles, 18 de diciembre de 2024

Creación y cultura (Nicolás Berdiaev)

 El sentido de la creación

Nicolás Berdiaev

Ediciones Carlos Lohlé. Buenos Aires 1978.Pp.397-401  


Creación y cultura

                                       *

                                  *          *

La cultura occidental, por su origen, es ante todo una

cultura católica y latina.1 Y esta cultura, en sus mani-

festaciones más perfectas, mantuvo el vínculo con la

Antigüedad, fuente eterna de toda cultura humana. Las

marcas de su origen sagrado quedaron impresas en esta

cultura surgida del culto. La raza latina, los pueblos románicos,

tienen la cultura en la sangre. Y, de hecho, es

cultura lo que está ligado por la sangre al mundo grecorro-

mano, a las fuentes antiguas, así como a la Iglesia,

occidental u oriental, que recibió la herencia de la cu!tu-

ra antigua. En el sentido estricto de la palabra, no existe

otra cultura que la cultura grecorromana, ni puede

existir. La cultura pravoeslava-católica asumió la sucesión

de la cultura grecorromana. La irrupción de la raza

germánica en la palestra de la historia europea señaló la

inoculación de una gota de sangre bárbara del Norte en

la sangre latina y civilizada de Occidente. La raza ger-

mánica es bárbara, no tiene en sí la primacía de un lazo

con el mundo antiguo. El individualismo de la Reforma

germánica fue un individualismo bárbaro y opuesto al

individualismo cultural del Renacimiento italiano. Lutero

y Kant son bárbaros insignes. El criticismo del pensamiento

alemán es un producto de la barbarie, que no

quiere saber que existe para toda cultura, como para

todo pensamiento, una primacía de hecho, natural, or-

gánica y suprapersonal. El protestantismo rechaza no

sólo la tradición sagrada de la Iglesia sino también la

herencia sagrada de la cultura. El individualismo alemán,

como el criticismo alemán, rompe con toda tradición

y le opone una especie de revuelta bárbara. Pero

toda cultura descansa sobre una tradición. El espíritu

germánico volcó en la vieja sangre latina de la cultura

europea elementos nuevos e indómitos; su misión fue

engrosar su aporte espiritual. Por no haberse adentrado

en caminos ya trazados, el pensamiento germánico bárbaro

creó las formas profundas de un criticismo religioso

y filosófico en el que el mundo objetivado se libera

de su sumersión en el sujeto, en la profundidad del espíritu.

Pero la irradiación y la claridad del pensamiento

latino permanecieron ajenos a estas formas brumosas

de meditación. El germanismo es el norte metafísico, y

la cultura germánica se elabora en tinieblas privadas

de sol. La genialidad misma de los grandes filósofos alemanes

nació de una ruptura con el sol, y no de una comunión

con las fuentes naturales de la luz. Pura y elevada,

pero bárbara, la cultura alemana permanece en gran

parte como una cultura de espiritualidad abstracta, extraña

a cualquier plástica encarnada en una figuración concreta.

La raza germánica no adoptó el cristianismo sino en

cuanto religión de pura espiritualidad, sin plástica y sin

tradición. Y la misión religiosa del germanismo consistió

en luchar contra un renacimiento del cristianismo en el

plano psico-corporal, contra la corrupción del catolicismo,

y en introducir en la vida religiosa el principio

exclusivo de la espiritualidad pura. La profundidad mística

de Meister Eckhart constituye el punto por el cual

se puede penetrar en lo que el espíritu germánico tiene

de elevado y original. Este espíritu es extraño al espíritu

de la Antigüedad y, en cambio, bajo una forma in.

esperada, pariente del de la India: el mismo idealismo,

la misma espiritualidad, el mismo apartamiento para

la encarnación concreta del ser, la misma convicción de

que toda individualidad es pecado. El germanismo quiere

ser puramente ario, y no deber nada al injerto religioso

del semitismo. El espíritu germánico se esfuerza

por desprender de sus profundidades un ente que no

puede concebirse en cuanto realidad. Lo que, por consiguiente,

hay que buscar en la cultura alemana es su

hondura, aunque bárbara, que es una especie de pureza.

Pero carece de sutileza y de elegancia. Aun en los más

grandes alemanes, aun en Goethe, hay algo de falta de

gusto y de grosería. La sutileza y la elegancia pertenecen

exclusivamente a la cultura francesa. Y son precisamente

 éstas las cualidades que predominan en la cultura. El

espíritu alemán edifica algo grandioso, pero que no es

cultural en el sentido estricto de la palabra, y no es en

vano que Nietzsche dijo que no había cultura en Alemania

y que la cultura era esencialmente francesa. Los

alemanes reflexionan sobre la cultura, hacen su crítica,

examinan todos los problemas que plantea, pero no la

poseen. Porque la cultura no puede ser crítica e individualista;

siempre es orgánica y universal. La raza alemana

detenta, con toda evidencia, una misión distinta

y providencial en el mundo de Occidente. La crítica

alemana, la música alemana, la filosofía alemana están

llamadas a grandes destinos. Pero esto no implica la

creación de la cultura más general y universal, digna

de propagarse entre todos los pueblos. El espíritu germánico

no creó normas universales de cultura, como querrían

hacerlo creer los Kulturträger alemanes. Hay mucho

que aprender en la mística y la filosofía alemanas,

pero es imposible difundir una cultura propiamente alemana.

La cultura latina, por el contrario, fue llevada

hasta el extremo de la universalidad. Los alemanes, además,

no han deseado este extremismo. Tienen una burguesía

santa y bárbara que elige quedarse a mitad de

camino en una media goetheano-kantiana. Esta cultura

abstracta perdió el sentido de lo extremo y de lo excesivo.

El espíritu germánico es lo menos apocalíptico

posible. Nietzsche no pertenece al espíritu alemán; en

él hay mucho de eslavo y se nutrió de la cultura francesa.

La filosofía alemana, empero, cumple una tarea

mundanal. Ayuda a la solución de la crisis mundanal,

pero de manera indirecta y por oposición: es la mística

alemana, que encarna el último mensaje dirigido al

mundo por la raza germánica y representa también el

aporte supremo de los alemanes a esta solución de la

historia universal. Hay en la mística de los alemanes 

una verdad eterna, pero ella no puede ser una fuente

general de cultura, no puede ser el peldaño que lleva a

una cultura superior 2. Son las fuentes antiguas del he-

braísmo y de Grecia las que subsisten siempre con su·

espíritu de concretización y de encarnación. Y la mística.

eslava, en gran parte apocalíptica, está ligada a los tiem-

pos y a las demoras de la historia universal, a la encar-

nación y a la escatología. La cultura eslava, entendida

en el sentido habitual de la palabra, está infinitamente

por debajo de la cultura alemana. Pero la raza eslava

recibió en su carne y en su sangre la primacía de la

cultura griega y bizantina. La raza eslava, por su posición

histórica, es antagonista de la raza germánica.

Puede aprender de ella, pero no puede inspirarse en ella

y fundirse con ella. Estamos más cerca de los latinos

aunque no sean semejantes a nosotros, de suerte que po-

demos aprender de ellos sin que amenacen absorbemos.

La influencia predominante de la cultura alemana significa

para la raza eslava el abandono de su misión supracultural

y apocalíptica.


1. VIACESLAV lVANOV dice muy bien: "No hay en Europa otra

cultura que la cultura helénica, que sometió a la latinidad y está

aún viviente en el mundo latino, echando nuevos brotes sobre el

antiguo tronco, trimilenario y carcomido, pero siempre viviente.

Se ha enraizado en la sangre y la lengua de las tribus latinas;

pero, en cambio, nunca pudo ser asimilada plenamente por los

elementos germanos y eslavos, que le son extraños por la sangre

y· por la lengua" (Bajo las estrellas ... ).


2. Encontramos tanto en Dreuss como en Chamberlain ese nacionalismo

alemán y este método alemán que quieren a toda costa

hacer surgir una religión del germanismo


martes, 17 de diciembre de 2024

DECADENCIA Y RENOVACIÓN DEL ARTE CRISTIANO (2) (Titus Burckhardt)

 Principio y métodos del arte Sagrado

Titus Burckhardt

Ediciones Lidium. Buenos Aires 1982 pp.139-141


DECADENCIA Y RENOVACIÓN DEL ARTE CRISTIANO

IV

La sucesión de los «estilos» a partir de la Edad Media también puede compararse a la de las diferentes castas, que predominan sucesivamente en las épocas respectivas. Por «castas» entendemos aquí diferentes tipos humanos, en cierto modo análogos —pero no paralelos— a los diversos temperamentos y que pueden coincidir o no con los rangos sociales que ocupan normalmente. 

El arte románico corresponde a una síntesis de castas; es esencialmente un arte sacerdotal, pero no por ello deja de tener un aspecto popular; satisface al espíritu contemplativo a la vez que responde al alma de los más sencillos. Es la serenidad del intelecto al mismo tiempo que el realismo áspero del campesino. 

El arte gótico revelará cada vez más el espíritu de la nobleza caballeresca, la aspiración voluntaria y vibrante hacia un ideal; menos amplio que el arte románico, posee no obstante una calidad enteramente espiritual, de la que el arte del Renacimiento carecerá totalmente. 

El equilibrio relativo del arte del Renacimiento es de orden puramente racional y vital; es el equilibrio congénito de la tercera casta, la de los comerciantes y los artesanos. El «temperamento» de esta casta se asemeja al agua, que se expande horizontalmente, mientras que la nobleza corresponde al fuego, que se lanza hacia lo alto y que consume y transforma; el sacerdocio, por su parte, es como el aire, que engloba y vivifica invisiblemente; la cuarta casta, la de los siervos, es semejante a la tierra pesada e inmóvil. 

Es significativo que el fenómeno del Renacimiento sea esencialmente un fenómeno urbano, y es por esto, por otra parte, por lo que el arte del Renacimiento se opone tanto al arte popular, conservado por las poblaciones rurales, como al arte sacerdotal. En cambio, el arte caballeresco, que se refleja en el estilo gótico, mantiene siempre relaciones directas con el arte popular, del mismo modo que el señor feudal es normalmente el jefe paternal de los campesinos de su feudo. 

Señalemos sin embargo que las ecuaciones: estilo gótico = casta noble y guerrera, y estilo renacentista = casta comerciante y burguesa, sólo son correctas de una manera global; hay que añadirles toda clase de matices. Así, por ejemplo, el espíritu burgués y urbano, es decir, el espíritu de la tercera casta —cuya preocupación natural es conservar y aumentar los bienes desde el doble punto de vista de la ciencia y de la utilidad práctica— se manifiesta ya en ciertos aspectos del arte gótico; es en esa época, por otra parte, cuando se desarrolla el urbanismo. Del mismo modo, si bien el arte gótico está fuertemente impregnado del espíritu caballeresco, no deja de estar determinado, en su conjunto, por el espíritu sacerdotal, y esto es significativo en cuanto a la relación normal entre las dos primeras castas; la ruptura con [a tradición, la incomprensión con respecto al simbolismo, sólo comienza con la hegemonía de la casta burguesa. Pero también en este caso debemos hacer algunos retoques: los inicios del arte renacentista se caracterizan indudablemente por cierto sentido de la nobleza; se podría incluso decir que reaccionan, en parte, contra las tendencias burguesas que se manifiestan en el arte gótico tardío. Pero éste es sólo un momento intermedio; de hecho, el Renacimiento fue favorecido por nobles convertidos en mercaderes y mercaderes convertidos en príncipes.  

El Barroco representa una reacción aristocrática con formas burguesas, y de ahí su aspecto y a menudo sofocante. La verdadera nobleza ama las formas marcadas y ligeras, viriles y graciosas, como las del blasón medieval. Del mismo modo, el clasicismo de la época napoleónica representa una reacción burguesa con formas aristocráticas. 

La cuarta casta, la de los siervos, o, más generalmente, la de los hombres ligados a la tierra, preocupados nicamente por su bienestar físico y desprovistos de genio intelectual o social, no produce ningún estilo propio, ni siquiera ningún arte, hablando en rigor, es decir, dando a esta palabra su sentido completo. Bajo la hegemonía de esta casta el arte será sustituido por la industria, que es la última creación de la casta de los comerciantes y artesanos, ya desvinculados de la tradición. 


domingo, 15 de diciembre de 2024

DECADENCIA Y RENOVACIÓN DEL ARTE CRISTIANO (Titus Burckhardt)

 Principio y métodos del arte Sagrado

Titus Burckhardt, Ediciones Lidium. Buenos Aires 1982 Pp. 136-139


 DECADENCIA Y RENOVACIÓN DEL ARTE CRISTIANO


III


Como la rotura de una presa, el Renacimiento produjo una cascada de fuerzas creadoras; los diferentes niveles de esta cascada son los niveles psíquicos; hacia abajo, la cascada se ensancha y pierde al mismo tiempo unidad y vigor.


En cierto sentido, la caída se anuncia antes del Renacimiento propiamente dicho, en el arte gótico. El estado de equilibrio es el arte románico, en Occidente, y el arte bizantino en el Oriente cristiano. El arte gótico, sobre todo en su fase avanzada, representa un

desarrollo unilateral, un predominio del elemento volitivo sobre el intelectual, un impulso más que un estado de contemplación. El Renacimiento se puede considerar una reacción, a la vez racional y latina, contra ese desarrollo precario del estilo gótico. No Obstante,el paso del arte románico al arte gótico es continuo, sin rupturas, y

los métodos de este último siguen siendo tradicionales —se basan en el simbolismo y la intuición—, mientras que con el Renacimiento la ruptura es casi total. Es cierto que no todas las ramas del arte tienen una evolución paralela; así, la arquitectura gótica sigue siendo tradicional hasta su desaparición, mientras que la escultura y la pintura del gótico tardío sucumben a la influencia naturalista.


El Renacimiento rechaza, pues, la intuición, vehiculada por el símbolo, a favor de la razón discursiva, lo que no le impide evidentemente ser pasional, muy al contrario, puesto que el racionalismo concuerda muy bien con la pasión. En cuanto se abandona u oscurece el centro del hombre, el intelecto contemplativo o el corazón, las otras facultades se escinden y aparecen antítesis psicológicas; así, el arte del Renacimiento es a la vez racionalista —es lo que expresa su utilización de la perspectiva y su teoría arquitectónica— y pasional, y la pasión tiene aquí un carácter global: es la afirmación del ego en general, la sed de lo grande y lo ilimitado.


Como la unión fundamental de las firmas vitales subsiste todavía en cierta manera, la antítesis de las facultades conserva la apariencia de un libre juego; no parece todavía irreductible, como en las épocas ulteriores, en las que la razón y el sentimiento se alejan uno del Otro hasta tal punto que el arte ya no puede contenerlos a la

vez. En el Renacimiento las ciencias todavía se llaman artes, y el arte se presenta como una ciencia.


Sin embargo, la caída se había iniciado. El Barroco reacciona contra el racionalismo del Renacimiento, la fijación de las formas en fórmulas grecorromanas y su disociación consecutiva; pero en lugar de vencer esta disociación mediante un regreso a las fuentes suprarracionales de la tradición, el Barroco trata de fundir las formas petrificadas del clasicismo renacentista en el dinamismo de una imaginación sin límites. Se liga voluntariamente a las últimas fases del arte helenista, cuya imaginación, sin embargo, mucho más mesurada, más tranquila y más Concreta; el Barroco está animado por una inquietud psíquica que la antigüedad no conocía.


Tanto si es mundano como si es místico, el arte barroco nunca irá más allá del ámbito del sueño; tanto sus orgías sensuales como sus memento mori macabros no son más que fantasmagorías. Shakespeare, que vivió en el umbral de esa época, pudo decir que el mundo estaba formado de la substancia «de la que están hechos los sueños»; Calderón de la Barca, en La es sueño, dice implícita-

mente lo mismo, yendo mucho más allá, como Shakespeare, del plano donde se desarrollan las artes de su tiempo.


El poder proteico de la imaginación desempeña un papel en la mayoría de las artes tradicionales, en las de la India especialmente; pero en este caso corresponde simbólicamente a la fuerza generadora de Mâya, la ilusión cósmica; para el hindú, el proteismo de las formas no es una prueba de su realidad, sino, al contrario, de su

irrealidad con respecto al Absoluto. No ocurre lo mismo con el arte barroco, que ama la ilusión: los interiores de las iglesias barrocas, como ll Gesu o San Ignacio de Roma, tienen algo de alucinante; para algunos, el arte barroco representa la última gran manifestación de la visión cristiana del mundo. Es sin duda porque el

Barroco aspira siempre a la síntesis; es incluso el último intento,sobre una base amplia, de una síntesis de la vida en Occidente. No obstante, la unidad que realiza procede más de una voluntad totalitaria, que funde todas las cosas en un molde subjetivo, que de una coordinación objetiva de las cosas a la luz de un principio transcendente, como es el caso en la civilización medieval.


En el arte del siglo XVII, la fantasmagoría barroca se petrifica en formas racionalmente definidas pero vacías de substancia; es como si la lava de la pasión se coagulara superficialmente en mil formas endurecidas. Todas las fases estilísticas Siguientes oscilarán entre estos dos polos de la imaginación pasional y el determinismo

racional. Pero la oscilación más amplia seguirá siendo la que va del Renacimiento al Barroco, y todas las siguientes serán menores. Por otro lado, en el Renacimiento y el Barroco es donde las reacciones contra la herencia tradicional se manifiestan con mayor violencia;

pues a medida que el arte se aleja, históricamente, de esta fase crítica, recupera cierta calma, cierta disposición, muy relativa por otra parte, hacia la «contemplación». Se observará sin embargo que la experiencia estética será más fresca, más inmediata y auténtica,allí donde esté más alejada de los temas religiosos: en determinada

«crucifixión» del Renacimiento, por ejemplo, lo que manifestará mayores cualidades artísticas no será el drama sagrado, Sino el paisaje; o en determinada «Sepultura» del Barroco el verdadero tema de la obra —es decir, lo que revela el corazón del artista— es

el juego de la iluminación, mientras que los personajes representados serán secundarios; esto es tanto como decir que la jerarquía de los valores se derrumba.


En todo este proceso de decadencia, lo que se discute no es necesariamente la calidad individual de los artistas. El arte es ante todo un fenómeno colectivo y los genios que emergen de la masa no pueden invertir el sentido del proceso general; todo lo más, pueden acelerarlo o, por el contrario, retardar algunos de sus ritmos. No es necesario decir que el juicio que formulamos sobre el

arte de los siglos postmedievales nunca toma como término de comparación el arte de nuestros días; el Renacimiento y el Barroco poseen una gama incomparablemente más rica de valores artísticos

y humanos que este último. destrucción progresiva de la belleza de nuestras ciudades lo prueba, por ejemplo.


En cada fase de la decadencia inaugurada por el Renacimiento Se revelan unas bellezas parciales y se manifiestan unas virtudes; pero todo esto no puede compensar la pérdida de lo esencial. ¿De qué nos sirve toda esta grandeza humana si la nostalgia del Infinito,

que nos es innata, queda sin respuesta?


jueves, 5 de diciembre de 2024

FUNDAMENTOS DEL ARTE CRISTIANO (Titus Burckhardt)

 Principio y métodos del arte Sagrado

Titus Burckhardt

Ediciones Lidium. Buenos Aires 1982 Pp. 52-58


FUNDAMENTOS DEL ARTE CRISTIANO

IV 

El arte sagrado del cristianismo constituye el marco normal de la liturgia; es su amplificación sonora y visual, al igual que la liturgia no sacramental tiene por objeto preparar y desplegar el efecto de los medios de gracia instituidos por el propio Cristo. Para la Gracia no hay ambiente «neutro»; éste estará a favor o en contra de la influencia espiritual; lo que no «une», «dispersará» inevitablemente.


Es completamente vano invocar la «pobreza evangélica» para justificar la ausencia o la negación de un arte sagrado. Es verdad que, cuando la misa todavía se celebraba en cuevas o catacumbas, el arte era superfluo, al menos el arte plástico; pero a partir del momento en que se construyen santuarios, éstos deben estar ordenados por un arte consciente de las leyes espirituales.


De hecho, no existe ninguna iglesia primitiva o medieval, por pobre que sea,cuyas formas no manifiesten esta consciencia", mientras que todo ambiente no tradicional está atestado de formas vanas y falsas. La simplicidad misma es un sello de la tradición, a menos que lo sea de la naturaleza intacta.


La liturgia se presenta como una obra de arte con diversos grados de inspiración: su centro, el sacrificio eucarístico, pertenece


75. Conviene hacer una excepción con ciertas iglesias instaladas en antiguos santuarios griegos o romanos; decimos «excepciones» en un sentido muy relativo,puesto que se trata de santuarios.


al arte divino; por él se cumple la más perfecta y misteriosa transformación. Alrededor de este centro o núcleo se despliega, a la manera de un comentario inspirado pero necesariamente fragmentario, la liturgia fundada en el uso consagrado por los apóstoles y los Padres de la Iglesia. En este orden, la gran variedad de usos litúrgicos, tal como existía en la Iglesia latina antes del concilio de Trento, no ocultaba en modo alguno la unidad orgánica de la obra, sino que subrayaba, al contrario, su unicidad interna, la naturaleza divinamente espontánea del plan y su carácter de arte, en el sentido más elevado del término; por eso mismo, el arte propiamente dicho se integraba más fácilmente en la liturgia.


El ambiente arquitectónico perpetúa la irradiación del sacrificio eucarístico en virtud de determinadas leyes objetivas y universales. El sentimiento no puede crear este ambiente, por noble que sea su impulso, pues la afectividad está sujeta a las reacciones engendradas

por reacciones; es totalmente dinámica y no puede aprehender directamente y de un modo seguro las cualidades del espacio y el tiempo, que responden naturalmente a las leyes eternas del Espíritu. No se puede hacer arquitectura sin hacer implícitamente cosmología. La liturgia no sólo determina el orden arquitectónico, sino que rige también la distribución de las imágenes sagradas según el simbolismo general de las regiones del espacio y el significado litúrgico de la izquierda y la derecha.


Es en la Iglesia griega ortodoxa donde las imágenes están más directamente integradas en el drama litúrgico. Aquí adornan sobre todo el iconostasio, el tabique que separa el sanctasanctórum —lugar del sacrificio eucarístico realizado ante la mirada de los sacerdotes solamente— de la nave accesible al común de los fieles.


Según los Padres griegos, el iconostasio simboliza el límite que separa el mundo de los sentidos del mundo espiritual, y por esto las imágenes sagradas aparecen en este tabique, al igual que las Verdades divinas, que la razón no puede captar directamente, se reflejan, en forma de símbolos, en la facultad imaginativa, intermedia entre el intelecto y las facultades sensoriales.


La división en un coro (adyton), accesible sólo a los sacerdotes, y una nave (naos) que alberga a todos los fieles, determina, por otra parce, el plano de las iglesias bizantinas: el coro es relativamente pequeño; no forma un solo cuerpo con la nave, que abarca indiferentemente a toda la multitud de los creyentes de pie ante la escena del iconostasio. Este tiene tres puertas, por las que los oficiantes entransalen para anunciar las diversas fases del drama divino. los diáconos utilizan las puertas laterales; sólo el sacerdote que lleva las especies consagradas o el libro del Evangelio puede atravesar la Puerta real, la del centro, que es, así, como una imagen de la puerta solar o divinal.


La naos tendrá de preferencia una forma más o menos concéntrica, forma que corresponde por Io demás a] carácter contemplativo de la Iglesia de Oriente: el espacio está como recogido en sí mismo, a la vez que expresa la ilimitación del círculo o de la esfera (fig. 16).



Fig. 16. El plano bizantino primitivo de la catedral de San Marcos de Venecia,según Ferdinando Forlati.


Se ha pretendido que la forma tradicional del iconostasio, con sus columnitas que enmarcan los iconos, derivaba de la escena del teatro antiguo, cuya pared del fondo también estaba adornada de imágenes y poseía puertas por donde entraban y salían los actores. Si hay algo de verdad en esta analogía es porque la forma del teatro antiguo se refería a un modelo cósmico: las puertas de la escena se asemejan a las «puertas del cielo», por donde los dioses descienden al mundo y por donde las almas ascienden al cielo.


La liturgia latina, en cambio, tiende a diferenciar el espacio arquitectónico conforme a la cruz formada por los ejes, comunicándole así algo de la naturaleza del movimiento. En la arquitectura románica, la nave se prolonga progresivamente; es la peregrinación hacia el altar, la Tierra Santa, el paraíso. El transepto se desarrolla igualmente cada vez más. Más tarde, la arquitectura gótica, afirmando hasta el extremo el eje vertical, acaba por reabsorber el desarrollo horizontal en su impulso hacia el cielo: los diversos brazos de la cruz se incorporarán poco a poco a una vasta nave, de tabiques perforados y paredes diáfanas.


Los santuarios latinos de la alta Edad Media participan de la cripta y la caverna. Están concentrados en el sanctasanctórum, el ábside abovedado, que encierra el altar como el corazón contiene el misterio divino, y están iluminados por los cirios del altar, como el alma se ilumina desde el interior.


Las catedrales góticas realizan otro aspecto del cuerpo místico de la Iglesia o del cuerpo del hombre santificado: su transfiguración por la luz de la Gracia. Este estado diáfano de la arquitectura sólfue posible con la diferenciación de los elementos constructivos en aristas y membranas: las aristas desempeñan la función estática y las membranas, la de vestidura. En cierto sentido, hay ahí un paso de la estática mineral a la del vegetal, no en vano las bóvedas góticas recuerdan cálices de flores. Por otro lado, la arquitectura «diáfana» no sería concebible sin el arte del vitral, que hace traslúcidas las paredes al tiempo que salvaguarda la intimidad del santuario: la luz quebrada por los vidrios de colores ya no es la crudeza del mundo exterior, es esperanza y beatitud. Al mismo tiempo, el color del vitral se ha convertido él mismo en luz, o más exactamente, la luz del día revela su riqueza interior mediante el color transparente y resplandeciente del vidrio, al igual que la Luz divina, que en sí es cegadora, se atenúa y se convierte en gracia cuando se refracta en el alma. El arte del vitral es íntimamente conforme al genio cristiano, pues el color corresponde al amor, como la forma corresponde al conocimiento. La diferenciación de la luz una por las substancias multicolores de los vitrales recuerda la oncología de la Luz divina, tal como la exponen un San Buenaventura o un Dante.


El color dominante del vitral es el azul; es la profundidad y la paz del cielo. El rojo, el amarillo y el verde son utilizados con economía y por eso parecen aún más preciosos y hacen pensar en estrellas, flores o joyas, o en las gotas de la sangre de Jesús; el predominio del azul en los vitrales medievales crea una iluminación serena y suave.En la imaginería de las grandes ventanas de las catedrales los acontecimientos del Antiguo y del Nuevo Testamento, reducidos a sus fórmulas más simples y engastados en una red geométrica, aparecen como prototipos eternamente contenidos en la Luz divina y que se manifiestan de acuerdo con «números» invariables; es luz cristalizada. No hay nada más gozoso que este arte; i qué distancia entre él y las imaginerías sombrías y atormentadas de ciertas iglesias barrocas!


Como oficio, el arte del vitral forma pacte de un cuerpo de técnicas cuyo objeto es la transformación de las materias; son la metalurgia, el esmalte y la preparación de los colores y tinturas, incluido el oro líquido. Todas estas técnicas están vinculadas entre sí por un legado artesanal común, que se remonta en parte hasta el antiguo Egipto y cuyo complemento espiritual es la alquimia; la materia bruta es la imagen del alma, que debe ser transformada por el Espíritu. Si la transmutación alquímica del plomo en oro parece romper las leyes naturales es porque expresa, en lenguaje artesanal, la transformación a la vez natural y sobrenatural del alma: esta transmutación es natural porque el alma está predispuesta a ella, y sobrenatural, porque la verdadera naturaleza del alma, o su verdadero equilibrio, está en el Espíritu, al igual que la verdadera naturaleza del plomo es el oro. Pero el paso de uno al otro, del plomo al oro o del ego inestable y dividido a su esencia incorruptible y unida, sólo es posible por una especie de milagro.


El oficio manual más noble al servicio de la Iglesia es la orfebrería, pues ella es la que da forma a los vasos sagrados y a los instrumentos rituales. Hay algo de solar en este arte, dada la relación del oro con el sol; por eso los utensilios creados por el orfebre manifiestan el aspecto solar de la liturgia. Las diferentes formas hieráticas de la cruz, por ejemplo, son la representación de otras tantas modalidades de la irradiación divina; es el centro divino que se revela en este espacio oscuro que es el mundo (fig. 17).



Fig. 17. Diferentes formas hieráticas de la cruz. Arriba: cruz románica, cruz de Jerusalén y cruz griega. En el centro: cruz irlandesa, cruz copta y cruz anglosajona. Abajo: cruz irlandesa.


77. En estas diferentes formas de la cruz, todas aparecidas durante los primeros siglos del cristianismo, unas veces predomina el aspecto irradiante cruz, y otras el aspecto estático del cuadrado, y estos dos elementos se combinan de diversas maneras con ei círculo o el disco. La cruz de Jerusalén, por ejemplo, cuyos brazos terminan en otras tantas cruces menores, recuerda, por el reflejo múltiple del centro divino, la omnipresencia de la Gracia, y al mismo tiempo vincula misteriosamente la cruz con el cuadrado. En el arte celtocristiano, la cruz y la rueda solar se unen en una síntesis llena de evocaciones espirituales.


Las formas hieráticas de la tiara y de la mitra recuerdan igualmente símbolos solares. En cuanto al báculo del obispo, termina, o bien en dos cabezas de serpientes opuestas, como el caduceo, o bien en una espiral; ésta a veces está estilizada en forma de dragón que abre las fauces sobre el cordero pascual: es la imagen del ciclo cósmico que «devora» a la víctima sacrificial, el sol o el Hombre-Dios.



Todo arte basado en una tradición artesanal opera con esquemas geométricos o cromáticos, que no es posible separar de los procedimientos materiales del oficio pero que sin embargo poseen el carácter de «claves» simbólicas que abren la dimensión cósmica de cada fase de la obra (78).


Este arte es, pues, necesariamente «abstracto» por el hecho mismo de que es «concreto» en sus procedimientos; pero los esquemas de que dispone y cuya exacta aplicación dependerá a la vez del saber artesanal y de la intuición podrán, dado el caso, transponerse a un lenguaje figurativo, que conservará algo del estilo «arcaico» de las creaciones artesanales. Es lo que ocurre con el arte del vitral, y es igualmente el caso de la escultura románica, que procede directamente del arte de los albañiles, cuya técnica y reglas de composición conserva, a la vez que reproduce, por otra parte, los modelos del icono.


78. Por ejemplo, la cruz inscrita en el círculo, que puede considerarse la figura clave de la arquitectura sagrada, presenta igualmente el esquema de los cuatro elementos agrupados alrededor de la «quintaesencia» y ligados por el movimiento circular de las cuatro cualidades naturales: el calor, la humedad, el frío y la sequedad, que corresponden a los principios sutiles que rigen la transmutación del alma según la alquimia. Así se corresponden, en un solo símbolo, los órdenes físico, psíquico y espiritual.



domingo, 27 de octubre de 2024

Occidente y religión. (Karlfried Graf Dürckheim)

 

Cuando se habla de religión, hay que separar dos cosas: la fe que se basa en unas enseñanzas y la fe surgida de una experiencia. 

La ingenuidad del hombre de Occidente, encerrado en su racionalismo, roza lo grotesco cuando juzga o sopesa la naturaleza o el grado de verdad de las religiones, incluida la suya. Rechaza su sentido esencial y no conserva más que la envoltura exterior de imágenes y formas, de fórmulas y conceptos.

CAMINO DE LA VIDA. Karlfried Graf  Dürckheim

Juan J. de Olañeta , Editor. Palma de Mallorca 1999.Pp45-46.

sábado, 1 de junio de 2024

Ciencia moderna y sabiduría tradicional (Titus Burckhardt)

 

Ciencia moderna y sabiduría tradicional

Titus Burckhardt

Taurus Ediciones S.A. Madrid 1982.

Ciencia no sabia Pp.29 y ss.

 

Todos los errores de las llamadas ciencias exactasproceden del hecho de que la mentalidad que sustenta estas ciencias tiende a prescindir de la existencia del sujeto humano, que, pese a todo, es el espejo en el que

el fenómeno del mundo se revela. El referir toda observación a fórmulas matemáticas permite hacer abstracción en una larga medida de la existencia de un sujeto conocedor, y comportarse como si solo existiera una realidad objetiva; se olvida deliberadamente que ese sujeto, precisamente, es la única garantía de la constante lógica del mundo; y que ese sujeto, a quien

no debe entenderse solo en su naturaleza relativa al yo, sino, antes bien, en su esencia espiritual, es el único testimonio de toda la realidad objetiva.

 

En verdad, el conocimiento objetivo del mundo, es decir, independiente de las impresiones que se refieren al yo y, por lo tanto, subjetivas, presupone

ciertos criterios ineluctables que, a su vez, no podrían existir si en el propio sujeto individual no hubiese un fondo imparcial, un testigo que trasciende el yo, en resumen, si no existiera el espíritu puro. En ultima instancia, el conocimiento del mundo presupone la unidad subyacente del sujeto que conoce, de modo que se podría decir de la ciencia deliberadamente agnóstica de nuestro tiempo, lo que Meister Eckhart dijo de los que reniegan de Dios: Cuanto más blasfeman, más alaban a Dios. Cuanto más proclama la ciencia un orden exclusivamente objetivo de las cosas, más pone de manifiesto la unidad subyacente en el espíritu; lo hace, desde luego, indirecta e inconscientemente y en contradicción con sus propios principios; sin embargo, en cierto modo afirma lo que pretende negar.

 

En la visión científica moderna, el sujeto humano completo, que implica al mismo tiempo sensibilidad, razón y espíritu puro, se ve sustituido artificialmente

por el pensamiento matemático. Se llega incluso hasta excluir toda visión del mundo frente a la cual se albergan dudas: El auténtico progreso de la ciencia natural, escribe un teórico moderno 1, radica en que se aleja cada vez más de lo que es meramente subjetivo y destaca cada vez más claramente lo que existe independientemente de la mente humana, por lo cual tendrá

poca similitud con lo que la percepción original consideraba real. No se trata, pues, de eliminar todo el conocimiento física y emocionalmente condicionado por el observador individual; hay que despojarse también de lo que es inherente a la percepción humana, es decir, de la síntesis de varias impresiones en una imagen. Mientras que para la cosmología tradicional la

integridad de las imágenes constituye el verdadero valor del mundo visible, confiriéndoles su carácter de

 

1 James JEANS, Die neuen Grundlagen der Naturerkenntnis,

Stuttgart, 1935

 

símbolo y de metáfora, para la ciencia moderna solo el esquema conceptual, al que puedan referirse algunos procesos espacio-temporales, posee un valor cognoscitivo. Esto es debido al hecho de que la fórmula matemática

admite un máximo de generalización sin separarse de la ley del número, por lo cual permanece controlable en el plano cuantitativo. Por esta misma razón no puede captar toda la realidad tal como aparece a nuestros sentidos: la pasa a través de un tamiz, por así decirlo, y considera irreal todo lo que queda excluido en este proceso. En él se suprimen, naturalmente, todos los aspectos puramente cualitativos de las cosas, es decir, todas aquellas cualidades que, aun siendo perceptibles a través de los sentidos, no son exactamente mensurables; son estas cualidades las que representan para la cosmología tradicional los indicios más claros de las realidades cósmicas, que

atraviesan el plan cuantitativo y lo trascienden. La ciencia moderna no solo prescinde del carácter cósmico de las cualidades puras, sino que también pone en duda su existencia desde el momento en que se manifiestan en el plano físico. Para ella, los colores, por ejemplo, no existen como tales, sino solo como impresiones subjetivas de diversos grados de oscilación de la luz: Una vez admitido el principio, escribe un representante de esta ciencia 2, según el cual las cualidades percibidas no pueden considerarse como cualidades de las propias cosas, la física propone un sistema absolutamente obvio e indiscutible de respuestas a las preguntas relativas a lo que realmente subyace en esos colores, sonidos, temperaturas, etc.. ¿Acaso el carácter univoco al que se alude no consistirá en el hecho de haber reducido en gran medida la cualidad a la cantidad? Con ello la ciencia moderna nos invita a

sacrificar una buena parte de lo que para nosotros

 

2 Β. BAVINE, Hauptfragen der heutigen Naturphiliisiphie,

Berlin, 1928.

 

constituye la realidad del mundo; lo que nos ofrece a cambio son esquemas matemáticos cuya única ventaja consiste en ayudarnos a manejar la materia en el plano que esa ciencia elige, es decir, el de la mera cantidad.

 

Este proceso de la realidad pasada por el cedazo matemático rechaza no solamente las cualidades llamadas secundarias de las cosas perceptibles, como son los colores, olores, sabores y las sensaciones de frio y calor, sino también y principalmente lo que los filósofos griegos y los escolásticos llamaron la forma, es decir, el sello cualitativo, la marca de la unidad esencial de una criatura. Para la ciencia moderna esta forma esencial no existe: La creencia acariciada por algunos aristotélicos, escribe un representante del punto de vista moderno, de poder, mediante una "

iluminación" de nuestro intelecto, por obra del intellectus. agens, entrar intuitivamente en posesión de los conceptos relativos a la esencia de las cosas de la naturaleza, no es más que un hermoso sueño... Las esencias de las cosas no pueden ser contempladas, sino que deben deducirse de la experiencia mediante una ardua labor de investigación 3. Un Plotino, un

Avicena o un Alberto Magno le habrían probablemente replicado que nada es tan evidente en la naturaleza como las esencias (no los conceptos de la esencia) de las cosas, desde el momento en que se manifiestan en

sus formas. Estas, desde luego, no pueden descubrirse mediante una ardua labor de investigación, dado que no pueden medirse cuantitativamente; sin embargo, la penetración espiritual, que si las capta, se apoya espontáneamente en la percepción sensible y, en cierto modo, también en la imaginación, en la medida en que esta sintetiza las impresiones recibidas del exterior.

 

3 Josef GEISER, Allgemeine Philosophie des Seins und der

Natur, Munster (Westfalia), 1915.

 

¿Qué seria, por otra parte, ese intelecto humano que intenta comprender la esencia de las cosas mediante una ardua labor de investigación? O está en

condiciones de alcanzar su meta o no lo está. Sabemos que el intelecto humano es limitado; pero también sabemos, por otra parte, que puede captar verdades que subsisten independientemente del individuo aislado; en otras palabras, que en el intelecto se expresa una ley que está por encima del individuo. Sin entrar en discusiones filosóficas, podemos comparar la relación

del intelecto individual con su fuente cognoscitiva supraindividual, el espíritu puro —definido por la cosmología medieval como intellectus agens y, en sentido más amplio, como intellectus primus—, con la relación existente entre el reflejo y la fuente luminosa; esta imagen expresa la realidad mejor y más exhaustivamente que cualquier definición: el reflejo está limitado por el

medio en el que se produce; para el intelecto humano ese medio es la facultad racional y, en un sentido más general, la psique; pero la naturaleza de la luz es

esencialmente siempre la misma, tanto en su fuente como en su reflejo; igualmente es así para el espíritu, que, sean cuales fueren los limites formales, es siempre el mismo. El espíritu, por otra parte, es, por su propia esencia, conocimiento; tiene la virtud de conocerse a sí mismo, y en la medida en que se conoce a si mismo, en principio, conoce también todas las posibilidades

en él comprendidas. Este es el acceso, no tanto a la estructura material de cada cosa en particular, como a sus esencias.

 

El verdadero conocimiento cosmológico se basa siempre en los aspectos cualitativos de las cosas, es decir, en las formas como trazas de la esencia. He aquí por qué la cosmología es a la vez directa y especulativa,pues capta las cualidades de las cosas inmediatamente, sin rodeos ni dudas, extrayéndolas de sus circunstancias particulares para contemplarlas en su realidad universalmente valida, que se manifiesta en diferentes planos existenciales al mismo tiempo. Respecto a la dimensión horizontal de la existencia material,

la dimensión de las cualidades cósmicas es vertical, pues une lo inferior con lo superior, lo transitorio con lo eterno. Así contemplado, el cosmos

revela su intrínseca unidad descubriendo al mismo tiempo una cambiante multiplicidad de aspectos y dimensiones. Tales contemplaciones suelen ser de una belleza poética que no resta nada a su veracidad, ya que toda autentica poesía contiene un presentimiento de la unidad esencial del mundo.

 

Si a esta visión de las cosas se le puede reprochar el ser más contemplativa que practica y el omitir las relaciones materiales de las cosas entre sί —reproche que en realidad no es tal—, de la ciencia moderna,

en cambio, podría decirse que despoja al mundo de su jugo cualitativo.

 

El gran argumento a favor de la ciencia moderna estriba en su éxito técnico; argumento de gran peso en la conciencia de la masa, aunque menor a los ojos de los científicos, que se dan perfecta cuenta de las veces que

un descubrimiento técnico ha partido de teorías totalmente insuficientes o incluso erróneas. Como prueba de verdad en el sentido más profundo, el éxito

técnico -es asaz dudoso; en efecto, una teoría puede captar la realidad en la medida requerida por determinada aplicación técnica e ignorar, sin embargo,

su verdadera esencia. Así ocurre con frecuencia, y las consecuencias de una poco sabia dominación de la naturaleza es cada vez más evidentes: en un principio se pusieron de manifiesto, sobre todo, en un plano humano, imponiendo al hombre una forma de vida mecanizada, contraria a. su verdadera naturaleza; en una segunda fase, estos inventos, que siempre se caracterizan más por el no saber que por el saber, ejercen sus efectos nocivos en el reino viviente 4; y, aun cuando este proceso no alcance a poner en peligro las propias bases de la vida terrena 5, en un momento dado, cuando las consecuencias de las intervenciones imprudentes en la naturaleza se hayan acumulado y acelerado inesperadamente, para evitar calamidades aun mayores 6 habrá que soportar los sacrificios mayores de cuantos el hombre haya debido nunca soportar para la mera conservación de su existencia.

Podemos objetar que la ciencia como tal es responsable de esta evolución, que se halla ya contenida en la propia estructura de la ciencia moderna. Evolución

que nace de una unilateralidad determinada, en primer lugar, por el hecho de que, siendo el mundo fenoménico infinitamente múltiple, cualquier ciencia

que lo trate solo podrá ser incompleta. Además, la mezcla peligrosa y explosiva de saber y no saber, característica de la ciencia moderna, se debe a que niega

sistemáticamente todas las dimensiones no puramente físicas de la realidad. Esta exclusividad verdaderamente inhumana de la ciencia moderna es responsable de fisuras, ya implícitas en sus propios fundamentos; estas fisuras, que no afectan solo al plano teórico, están lejos de ser inofensivas; representan, al contrario, en sus consecuencias técnicas, otros tantos gérmenes

de una catástrofe.

 

4 Es interesante notar, en este contexto, que sea ahora, precisamente,

la primera vez que se ve seriamente perjudicada la

pureza del agua, del aire y de la tierra. La pureza de estos

elementos, que siempre se restablece por sί sola, es la expresión

del equilibrio de la naturaleza, razón por la cual tierra,

agua, aire y fuego fueron sagrados en todas las edades precedentes.

 

5 Esto puede suceder también independientemente de los

peligros de la fisión atómica.

 

6 El hecho de que los gobiernos intervinieran en el control

de nacimientos significarla una intromisión en la vida del individuo

inimaginable hasta ahora, incluso bajo los regímenes

dictatoriales mas feroces.

 

La concepción puramente matemática de las cosas,al estar inevitablemente ligada a la naturaleza esquemática y discontinua del número, omite todo lo

que, en el inmenso tejido de la naturaleza, está hecho de pura continuidad y de relaciones sutilmente mantenidas en equilibrio. Ahora bien, la continuidad y el equilibrio son, por otro lado, más reales que lo discontinuo o anecdótico e infinitamente más preciosas; son, simplemente, indispensables para la vida.

 

Para la física moderna, el espacio en que se mueven los astros y el espacio medido por las trayectorias de los cuerpos más pequeños, como los electrones, se concibe como un completo vacío. Aunque esta concepción sea contraria a la lógica y a cualquier representación intuitiva, se mantiene porque permite representar las relaciones espaciales y temporales entre los diferentes cuerpos o corpúsculos de manera matemáticamente pura. En realidad, un punto físico suspendido en un vacío absoluto carecería a totalmente de relación con cualquier otro punto físico; estaría, por así decirlo, suspendido en la nada. Aunque se hable de campos magnéticos que establecerían relaciones entre cuerpo y cuerpo, no se especifica como esos campos magnéticos se sostienen. El espacio totalmente vacío no puede existir; no es sino una abstracción, una idea arbitraria que demuestra hasta donde llegar el pensamiento matemático cuando, artificialmente, se desvincula de la intuición concreta de las cosas.

Se nos dice que la realidad no se conforma necesariamente a nuestros conceptos innatos de espacio y tiempo; pero a la vez se da por sentado que el universo físico se conforma a ciertas fórmulas matemáticas que después de todo se basan en axiomas igualmente innatos.

Confía en suma en que el tejido del mundo será siempre y en todas partes idéntico al minúsculo pedacito que el hombre puede probar. ¡ Qué mezcla singular de total confianza por parte de la física y de desconfianza matemática frente a los conceptos directamente dados de espacio y tiempo.! ¿ Qué ocurriría si -como puede fácilmente suceder- si se cuestionara la validez universal de la supuesta velocidad de la luz?

 

De acuerdo con el esquematismo matemático, la materia es concebida como algo inconexo, como un elemento discontinuo, pues se considera que los átomos, así como los corpúsculos de los que están compuestos, se encuentran en el espacio mucho más aislados que los mismos astros. Cualquiera que sea

concepción del orden atómico dominante – las teorías sobre la materia se suceden con una rapidez desconcertante- siempre se trata, sin embargo, de un sistema dentro del ámbito de puntos físicos o energéticos distintοs. Más, puesto que el medio por el que estas minúsculas partículas de la matera pueden ser observadas, suele ser la luz, representa a su vez un continuo, de ahí surge en seguida una contradicción entre una representación discontinua y una representación continua de la materia, cuando luego se intenta superar

esta contradicción, resulta de ello una situación sin salida, como cuando el acto de ver intenta verse a sí mismo.

 

La ciencia moderna, que a pesar de su pretendido pragmatismo busca una explicación valida y exhaustiva de los fenómenos visibles y cree encontrar la razón última de la naturaleza de las cosas en una determinada estructura intrínseca a la materia física, debe suministrar la demostración de que toda la riqueza cualitativa del mundo sensorialmente perceptible se basa en las agrupaciones cambiantes de pequeñísimos corpúsculos. Es evidente que esta reducción está destinada al fracaso, pues si bien estos modelos llevan en

si aun ciertos elementos cualitativos —aunque solo se tratara de su imaginaria estructura espacial—, se trata, al fin y al cabo, de una reducción de la cualidad

a la cantidad; pero la cantidad jamás podrá comprender la cualidad.

 

En su obra De Unitate et Uno, Boecio comparo convincentemente la forma de una cosa, es decir, su aspecto cualitativo, con una luz mediante la cual conocemos la esencia de la cosa en cuestión. Prescindiendo lo mas posible de los aspectos cualitativos de la existencia física con la intención de captar su fondo cuantitativo, o sea, la materia pura, se actúa como un hombre que

apagase todas las luces para escrutar mejor la naturaleza de las tinieblas.

 

Asi, la ciencia moderna no aprehenderá nunca la esencia de la materia en que este mundo se fundamenta. Ni siquiera se le acercara, ya que con la progresiva

exclusión de todas las características cualitativas en favor de definiciones puramente matemáticas de la estructura material, se sitúa dentro de unos límites en los que la exactitud se convierte en indeterminación. Es eso precisamente lo que ha ocurrido, llevando a la física nuclear moderna a sustituir progresivamente la lógica matemática por estadísticas y cálculos de probabilidades. Parece como si las leyes de causa y efecto no alcanzasen plenamente los terrenos a los que ha sido empujada en nuestros días esa ciencia; la lógica se pone en duda y se empieza a especular sobre si el

fenómeno basilar de la naturaleza es determinado o indeterminado, y si, en el segundo de los casos, las llamadas leyes de la naturaleza no serían más que una especie de aproximación estadística. Esta claro que entre el mundo cualitativamente diferenciado y la materia indiferenciada hay, por así decirlo, una zona intermedia, la zona del caos. La indeterminación pertenece al caos, y en él se incluye la desproporción entre lo que parece causa y lo que parece efecto. Son característicos de esta zona los siniestros peligros que la escisión

atómica implica.

 

Si las antiguas cosmogonías parecen infantiles e ingenuas cuando las tomamos literalmente y no en su simbolismo —lo que significa no comprenderlas—, las teorías modernas sobre el origen del mundo son, por

demás, simplemente absurdas; no ya por su formulación matemática, sino por la ingenuidad con que sus autores se constituyen en testigos imparciales del fenómeno cósmico. A pesar de su convicción, expresamente profesada y tácitamente presupuesta, de que el propio espíritu humano no es sino un producto de tal fenómeno, si fuera ello cierto, ¿cuál sería, entonces, la

relación entre esa nebulosa primordial de cuyo torbellino material se querría hacer derivar el mundo, la vida y el hombre, y ese pequeño espejo mental que se pierde en conjeturas —no otra cosa seria la inteligencia para los científicos—, seguro de encontrar en si mismo la lógica de las cosas? .¿Como puede el efecto ser juez de su propia causa? Si en la naturaleza existen

leyes constantes —las leyes de la causalidad, del número,

del espacio y del tiempo— y si algo en nosotros mismos tiene derecho a decir: esto es verdadero, aquello es falso, ¿quién garantiza la verdad: el objeto o

el sujeto conocedor? ¿Acaso nuestro espíritu no es más que espuma sobre las olas del océano cósmico, o existe en su fondo un testigo intemporal de la realidad?

 

Algunos defensores de tales teorías nos responderían que solamente se ocupan de la realidad física y objetiva y no se pronuncian sobre los fenómenos subjetivos; probablemente se referirían a Descartes, quien definió espíritu y materia como dos realidades coordinadas pero distintas una de otra. Esta concepción contiene una pizca de verdad, aunque se equivoca en su unilateralidad. Desde luego, el dualismo cartesiano preparo a las mentes para prescindir de todo lo que no fuera naturaleza física, como si el hombre mismo no fuera la demostración de que la realidad encierra en si múltiples modos o grados de existencia.

 

El hombre de la antigüedad, que imaginaba a la Tierra como una isla circundada por el océano primordial y al cielo como una cúpula protectora, o el

hombre medieval, que veía los cielos como esferas concéntricas que desde el centro de la Tierra se irían escalonando hasta la esfera, que todo lo abarca y no limitada en si misma, del Espíritu divino, esos hombres tenían ciertamente una concepción errónea de las relaciones reales del universo físico; en cambio, eran conscientes del hecho, infinitamente más importante, de que el mundo corporal no representa toda la realidad, la cual esta como circundada y penetrada por una realidad más amplia y mas sutil, que se halla a su vez

contenida en el Espíritu; indirecta o directamente, sabían además que, respecto al Infinito, la vastedad del universo es nula.

 

El hombre moderno ha aprendido que la Tierra no es más que una esfera suspendida en un abismo sin fondo, con un movimiento vertiginoso y complejo regido por otros cuerpos celestes, incomparablemente mayores que esta Tierra e increíblemente lejanos; sabe que la Tierra en la que vive no es más que un granito de arena con relación al Sol y que el Sol no es más que un granito de arena respecto a las miríadas de otros astros incandescentes; y sabe que todo se mueve. Una irregularidad en ese juego de movimientos astronómicos,

la incursión de un astro extraño en el sistema planetario, una variación en la trayectoria solar o cualquier otro accidente cósmico, bastarían para que la

Tierra se tambaleara en su rotación, para trastornar la sucesión de las estaciones, para cambiar la atmosfera y destruir a la humanidad. El hombre moderno sabe también que el mínimo átomo contiene fuerzas que, una vez desencadenadas, incendiarían la Tierra casi instantáneamente. Para la ciencia moderna, tanto lo infinitamente grande como lo infinitamente pequeño

se presentan como un mecanismo complicadísimo cuyo funcionamiento depende de una serie de potencias ciegas.

 

No obstante, el hombre de nuestro tiempo vive y actúa como si el desarrollo normal y cotidiano de los ritmos de la naturaleza le estuviera asegurado. Efectivamente, no piensa ni en los abismos del mundo estelar ni en las terribles fuerzas latentes en cada brizna de materia. Contempla el cielo encima de él como lo ve cualquier niño, con su Sol y sus estrellas, pero el recuerdo de las teorías astronómicas le impide reconocer en ellos signos divinos. El cielo ha dejado de ser para el la manifestación natural del Espíritu que engloba al mundo y lo ilumina; sustituye esta visión ingenua y profunda de las cosas por el saber científico, no como una nueva conciencia de un orden cósmico superior, un orden del que, como hombre, forma parte, sino como una desorientación, un desasosiego irremediable ante abismos sin común medida con su persona. Porque nada le recuerda que, en definitiva, el cosmos entero está contenido en él, no en su ser individual, cierto, sino en el espíritu que está en él y que al mismo tiempo es más que él y que todo el universo fenoménico.