Gérard de Champeaux & Dom Sébastien Sterckx:
EL PARAÍSO (1)
Entre los temas susceptibles de dar su profundidad a los
simbolismos fundamentales expuestos hasta ahora, uno de los más importantes es
el del paraíso. Nos interesa por un
doble motivo: primero, porque casi todas las tradiciones lo asimilan a la
Montaña Santa, y, luego, porque corresponde a expresiones plásticas definidas
que tienen sus equivalentes en la iconografía religiosa.
La Montaña Santa es una zona de bendiciones. Más que cualquier
otro lugar recibe las lluvias, símbolo de favores celestiales; las distribuye a
los cuatro puntos del universo por el canal de los ríos que de ella descienden
y, de esta suerte, da la fecundidad a la tierra de alrededor. Es un ombligo
primordial, su centro vital. Ella fue la primera que emergió de las aguas en la
cosmogonía original; sobre ella apareció el primer hombre, y de ella descendió
para ir a poblar el universo y darle vida con su actividad. A la inversa, esa
montaña es el lugar hacia el que convergen los hombres y donde se reúnen en
busca del paraíso que abandonaron o del que fueron expulsados. La aventura
humana es un retorno laborioso hacia la Santa Montaña de los orígenes,
proyectada hacia el porvenir de los últimos tiempos.
La localización del paraíso obsesiona al hombre desde que
perdió su ruta. Mitos y leyendas se abren un camino en la jungla de los
símbolos, a la búsqueda del lugar soñado. Dos sistemas principales se enfrentan
o completan, porque la simbólica prescinde de las incoherencias aparentes. Para
unos, el paraíso está localizado en el extremo-Norte, donde se alza la Montaña
Santa, morada de los dioses y eje del cielo; es lo que afirma, por ejemplo el libro de Henoc.
"Si recordamos que los escritos henoquianos eran asiduamente leídos y
copiados en el monasterio de Qumrân con el mismo título que otras obras tenidas
como inspiradas y canónicas, es verosímil que, a la pregunta que atormenta al
hombre desde hace cinco mil años: "¿dónde está el paraíso?", los
esenios respondieran pronta y firmemente: "¡Al Norte, como está escrito en
los libros de Henoc, el escriba de justicia!". Los difuntos, en espera del
día de la resurrección, yacen con la cabeza al Sur, contemplando en el sueño de
una dormición pasajera su futura patria. Cuando sean despertados, se levantarán
de cara al Norte y caminarán derechamente hacia el paraíso, la Montaña Santa de
la Jerusalén celeste. Todavía no se ha intentado explicar, al menos que yo
sepa, la orientación Sur-Norte de las mil cien tumbas esenias de Qumrân. La
solución que acabo de proponer me parece la única posible. Por otra parte, los
demás judíos y los cristianos justificaban la disposición Este-Oeste de sus
difuntos por la situación oriental que asignaban al paraíso" (J. T. Milik,
"Revue biblique", 1958, p. 77). Paraíso al Norte, paraíso al Este...
Hasta la época románica, el mundo, tal como lo representan los mapas
simbólicos, adopta la forma de una pera puesta derecha; nos viene a la memoria
la hermosa fórmula de Platón: "La tierra, nuestra nodriza, fuertemente
apretada en derredor de su eje que lo atraviesa todo..." (Timeo, 40 b). En
la punta de esa pera está situado el paraíso del Este. Cuando, después de
muchas vacilaciones, el Este cartográfico gire para ocupar la derecha, el
paraíso permanecerá la mayoría de las veces en la parte alta, tan fuerte es la
necesidad simbólica que hace de él el lugar privilegiado de la tierra, unido a
la vertical Sur-Norte y al eje del mundo.
El progreso de la cartografía y su evolución en el sentido
de un mayor rigor en el trazado científico chocarán durante mucho tiempo con la
incoercible resistencia del símbolo. El mapa del mundo de Gerardo Kremer,
llamado Mercator (1512-1594), coloca ya tan exactamente los grandes conjuntos
continentales que los planisferios más modernos sólo tendrán que precisar
contornos y distancias. Se comprueba, sin embargo, con cierta sorpresa que el
polo ártico está concebido todavía según el antiguo simbolismo del paraíso
septentrional ocupado por la Montaña axial (Rupes nigra et altissima) que se
alza bajo la Polar. Esta Roca se eleva en medio de un mar circular ambarino
limitado por un ancho anillo de tierra cercado de montañas; las aguas de este
mar primordial desembocan en los océanos conocidos a través de los cuatro
brazos fluviales orientados hacia los cuatro puntos cardinales. Cinco siglos
antes, los mapas del mundo habían impuesto esta división de la tierra, por la
concepción que se tenía de los mares como anchos ríos, en cuatro partes
simbólicas (a veces en tres, las tres grandes partes del mundo conocido:
Europa, Asia y Africa); el paraíso original y el mundo que de él había salido
se correspondían a través del tiempo y del espacio. El mapa de Mercator muestra
la supervivencia de uno solo de estos dos homólogos, el polo-paraíso cuatripartito,
en una época en que hubo que renunciar al otro como consecuencia de un mejor
conocimiento de las grandes rutas por tierra y por mar.
Esto no quiere decir que la cuestión estuviese resuelta y
que el descubrimiento del mundo que se proseguía a un ritmo acelerado,
relegando el paraíso a las regiones inaccesibles, hubiera puesto fin a esa
vieja nostalgia. La mentalidad de un Cristóbal Colón, que, un siglo antes
(octubre de 1492), descubría un nuevo continente y, remontando el curso del
Orinoco, esperaba en cada instante ver surgir, finalmente, la tierra de
felicidad en que comienza el paraíso... permanece, y permanecerá durante mucho
tiempo, inalterable. A medida que las regiones vírgenes del globo se abren a
los viajeros y exploradores, se asiste a un frenesí de búsqueda en el que se
mezclan las disciplinas y las preocupaciones más diversas, lo mejor y lo peor.
Bástenos transcribir el texto de la Cosmografía universal de Sebastián Munster
(editada en 1559 y, por consiguiente, contemporánea del mapa de Mercator);
representa las tesis más científicas de la época: "Siendo nuestro
propósito describir en este libro todo el círculo de la tierra, su apariencia
física y las regiones habitadas, y siendo, por otra parte, el paraíso un lugar
determinado de la tierra, no sin motivo haremos mención de él al comienzo de
nuestra obra, para preguntarnos dónde se hallaba este jardín de delicias en
tiempo de nuestros primeros padres y si existe aún en el mundo actual. En
realidad, los sabios son de distinto parecer sobre este punto y apenas hay
ninguno que no proponga un punto de vista particular. Algunos, en efecto,
pretenden que el paraíso está situado hacia el Oriente, fuera del trópico de
Capricornio y del trópico de Cáncer. Otros quieren colocarlo en la zona
equinoccial, en un lugar templado. Otros, incluso, lo imaginan colocado en un
lugar muy alto, separado de nuestro globo por una larga distancia y próximo al
círculo lunar, al abrigo de todo accidente atmosférico, y donde no pueden
llegar ni frío ni viento; afirman que Henoc y Elías viven allí con sus cuerpos.
Un cuarto grupo escribe que este jardín ocupó antes del diluvio alguna región
muy fértil de Oriente, como Siria, Damasco, Arabia o Egipto..."
En el reinado de Luis XIV (1638-1715), se ordenó a la
Academia francesa que hiciera un estudio destinado a esclarecer lo más posible
la situación geográfica de "este lugar de delicias lleno de árboles
magníficos y de perfumes exquisitos". Daniel Huet, obispo de Avranches,
miembro eminente de la docta corporación, fue el encargado de realizarlo; el
desaliento parece haber invadido al poco afortunado, repetidas veces, ante la
proliferación divergente de las soluciones presentadas. El obispo de Avranches
concluyó su informe dando su parecer personal. Se limita, con sabiduría y prudencia,
a seguir, lo más fielmente posible, los datos de la Biblia, interpretándolos al
pie de la letra, al modo de su época. Esto le lleva a situar el paraíso
"en el canal que forman el Tigris y el Eufrates unidos, entre el lugar de
su unión y el de la separación que hacen de sus aguas antes de desembocar en el
golfo Pérsico"; por consiguiente, en una especie de isla fluvial rodeada
por los dos ríos mencionados en el libro del Génesis.
NOTAS:
1. Ext. de Gérard de Champeaux & Dom Sébastien Sterckx:
"Le monde des Symboles", St. Léger Vauban, 1972.
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