jueves, 7 de abril de 2016

¿ Cabe la gracia en el budismo? Marco Pallis

IV


¿CABE LA GRACIA EN EL BUDISMO?


A la pregunta de si hay lugar para la gracia en el budismo, muchas personas darían hoy, sin mayor reflexión, una respuesta negativa. Es un lugar común de la apologética neobudista, pen­diente del humanismo occidental moderno, hacer hincapié en el logro exclusivamente autodirigido de Buda como descubridor de la vía hacia la iluminación y también, apoyándose en el ejemplo de Buda, en el carácter puramente empírico de la oportunidad abierta a los que siguen sus pasos. Dentro de su contexto tradicional la primera de estas dos afirmaciones es válida, mientras que la se­gunda descansa en bases más dudosas y necesita sin duda mati­zarse en varios aspectos importantes. Sin embargo, se podría admi­tir que una perspectiva que no incluye la idea de un Dios personal puede parecer a primera vista que tampoco deja mucho lugar para la idea de la gracia, ¿Cómo podría una acción misericordiosa de lo alto, definible como un don no solicitado ofrecido a los hombres con independencia de su propio esfuerzo, conciliarse -argüirían algunos- con el designio inflexible adscrito al universo manifes­tado, tal como se expresa en la doctrina de la acción y reacción concordantes, el karma y sus frutos? No obstante esta idea de la gracia, que traduce una función divina, no es en modo alguno ininteligible a la luz de las enseñanzas budistas, al estar de hecho implícita en toda forma de espiritualidad conocida, incluida la forma budista. La cuestión, sin embargo, es cómo situar dicha idea de manera que no suponga ninguna contradicción, puesto que
debe admitirse libremente que la sabiduría budista no ha dado a la idea de la gracia la misma forma que ha recibido en las doctrinas personalistas y teístas de procedencia semítica; y tampoco hay que esperar tal cosa, por cuanto la economía de las respectivas tradicio­nes descansa en premisas muy diferentes, afectando así tanto a las doctrinas como al modo de su aplicación en la práctica. Cada tipo de sabiduría determina la naturaleza de su método correspon­diente. El budismo siempre ha hecho de esto un principio rector de la vida espiritual en cualquier grado o plano.

Evidentemente la naturaleza de la revelación crística era tal que requería una intensa afirmación del elemento de la gracia desde el principio, lo que no ocurría en el budismo. Estas diferencias en las vías de acceso a la verdad salvadora están en la naturaleza de las cosas y no deben provocar sorpresa dada la diversificación de la humanidad en el curso de su desarrollo kármico. Lo que es impor­tante reconocer en este caso es el hecho de que la palabra «gracia» corresponde a toda una dimensión de la experiencia espiritual; es inconcebible que estuviera ausente de una de las grandes religiones del mundo. De hecho cualquiera que haya vivido en un país tradicionalmente budista sabe que esta dimensión, transmitida por las formas apropiadas, también encuentra expresión allí. Para no­sotros es de interés observar estas formas y clarificar por nosotros mismos la enseñanza que contienen explícita o implícitamente. El presente capítulo debe considerarse una contribución a esta -clarifi­cación.

La búsqueda de la iluminación, que es el propósito para el que existe el budismo, es paradójica en su presentación porque este objetivo parece requerir un abarcamiento de lo mayor por lo me­nor, de lo imperecedero por lo efímero, del conocimiento absoluto por una ignorancia relativa; parece hacer del hombre el sujeto, y de la iluminación el objeto, de la búsqueda. Por otra parte, una paradoja similar se encuentra en las formas teístas de la religión; se habla de ver a Dios y de contemplar sus perfecciones aun sabiendo que, desde el punto de vista de las medidas humanas y por muy lejos que un hombre haya ido en el camino, Dios está aún mas lejos y que ninguna percepción o esfuerzo humano dirigido unila­teralmente es suficiente para la verdad divina, ni siquiera a través de uno de sus aspectos, por no hablar de su esencia. En términos budistas ningún poder humano, por muy dilatado que sea, puede ser proporcionado a la esencia de la iluminación. Y sin embargo la budeidad, a la que somos invitados por la enseñanza y la tradición de Buda, y todavía más por su ejemplo, es exactamente esto. No se nos ofrece menos, puesto que es axiomático para la revelación budista como tal que la consecución de esta meta trascendente está en principio al alcance de todo ser humano en virtud del lugar que ese ser ocupa en el eje de la budeidad -pues esto es lo que significa realmente el hecho de ser humano- y también, de forma más indirecta, al alcance de cualquier ser «hasta la última brizna de hierba», como dice el proverbio, después de haber logrado un nacimiento humano en este mundo o, si se trata de otro mundo, un nacimiento de centralidad correspondiente.

En primer lugar, vale la pena señalar que si, desde el punto de vista no personalista del budismo, la meta suprema es presentada como un estado (de ahí el empleo de una palabra como «ilumina­ción»), desde el punto de vista de las religiones semíticas esa meta se reviste lo más a menudo con los atributos de la personalidad. Sin embargo, en estas últimas las palabras «Dios» siempre com­prenderá, más o menos inconscientemente, la idea de la deidad no calificable, y ello es cierto aun cuando la palabra se use con bastante imprecisión. A pesar de la tendencia antimetafísica de gran parte del pensamiento teológico occidental, sería un error concluir que la calificación de Dios como persona constituye un límite en principio. En el islam este particular peligro de confusión está en la práctica menos marcado que en el cristianismo. Fuera del mundo semítico, el hinduismo concilia ambos puntos de vista, el personal y el impersonal, con perfecta facilidad.

En lo que respecta al budismo, a pesar de su preferencia por las expresiones impersonales, se podría preguntar: «¿De quién es el estado de iluminación?» En efecto, la palabra misma, tal como se usa, no está del todo exenta de connotaciones antropomórficas; tampoco se habla de Buda, una vez iluminado, como de algo -todo lo cual viene a probar que en esta esfera, como en otras, lo que cuenta no son las palabras empleadas, sino la manera de emplear­las en un contexto dado-. Ambos modos de expresión, el personal  y el impersonal, son posibles y por tanto legítimos, puesto que cada uno de ellos puede servir como upaya o medio provisional para evocar, mas que definir, una realidad que es inexpresable en términos de nuestra experiencia terrena. Siempre y cuando pro­duzca este efecto en aquellos a quienes va dirigido, el medio en cuestión es aceptable. Dada nuestra común condición humana de animales pensantes y hablantes, no hay razón para procurar evitar una terminología más o menos antropomórfica cuando se habla incluso del más sublime de los temas, siempre que no olvidemos la verdad de que, si bien la palabra es buena, surge no obstante de la ruptura de un silencio que es- aún mejor. El silencio de Buda con respecto a la naturaleza de lo último es, entre sus muchos y diver­sos upayas, el más esclarecedor de todos. En la ocasión en la que Buda no pronunció ninguna palabra sino que simplemente mostró una flor, nació el zen; hay una profunda lección en esta historia.

Fortalecidos con esta precaución, podemos acercarnos ahora a nuestro tema citando un famoso pasaje del canon pali (Udana 7, 1­3), en el que se halla escondida la clave para comprender qué significa la gracia en sentido budista. He aquí el pasaje en cuestión:

Hay, oh monjes, lo no nacido, no devenido, no hecho, no compuesto; si no hubiera, oh, monjes, lo no nacido, no devenido, no hecho, no compuesto, no habría en este mundo una salida de lo nacido, devenido, hecho, compuesto. Pero, puesto que existe lo no nacido, no devenido, no hecho, no compuesto, hay, por tanto, una salida de lo nacido, devenido, hecho, compuesto.

Esta cita está formulada claramente en el lenguaje de la trascen­dencia; cualquier cristiano o musulmán podría haber utilizado estas mismas palabras al referirse a Dios y al mundo. Esta trascen­dencia, tal como la expone el sutra, proporciona una base real para la esperanza humana. Lo que sin embargo no hace es definir el vínculo existente entre los dos términos que se comparan; necesita­mos todavía que se nos muestre el puente sobre el cual debe pasar lo mudable para alcanzar lo eterno. Este vínculo o puente corres­ponde de hecho a esa misma función de la gracia divina que es el objeto de nuestra presente investigación.

La clave del problema reside en una propiedad de la trascenden­cia misma. Dada la brecha inconmensurable que separa aparente­mente a la iluminación del que la busca -que es ignorante por definición- es evidente para cualquiera que piense, y todavía más para cualquiera que posea olfato metafísico, que esta búsqueda por parte de un ser humano, con su visión necesariamente imperfecta y sus poderes limitados, no tiene realmente sentido cuando sólo se juzga según las apariencias. La iluminación (o Dios, para el caso) no puede situarse en modo alguno en el polo pasivo en relación con el esfuerzo humano, no puede convertirse per se en objeto para el hombre como sujeto. Si bien nuestro lenguaje humano a veces hace que las cosas parezcan ser así, ya es hora de que nos demos cuenta de su falta de adecuación. El budismo, por su parte, añadirá que aquí hay una prueba evidente del carácter ilusorio de la pretensión humana a la personalidad, a la que son imputables indivi­dual y colectivamente todas nuestras aberraciones conceptuales.

Para formular el anterior argumento de manera algo distinta: el hombre no puede ser en modo alguno el agente activo en una operación en la que la iluminación desempeña el papel pasivo. Sea lo que sea lo que puedan sugerir las apariencias, la verdad debe entenderse a la inversa, puesto que la iluminación, la conciencia de la realidad divina, se encuentra por definición fuera de todo deve­nir; está enteramente en acto, de modo que cualquier cosa en que se perciba contingencia o potencialidad, como en el caso de nues­tra búsqueda humana, pertenece necesariamente al samsara, a lo cambiante, lo impermanente, lo compuesto. Este carácter mismo de potencialidad, experimentable positivamente en cuanto se des­pliega y negativamente en cuanto remite, es lo que hace que el samsara, la rueda de la existencia, sea como es.

Las consecuencias de la observación anterior son trascendenta­les; pues, si bien tiene que haber una persecución de la iluminación por parte del hombre, es, no obstante, la primera la que en princi­pio y de hecho constituye el verdadero sujeto de la búsqueda así como su objeto manifiesto. Se ha dicho a menudo que en la iluminación la distinción entre sujeto y objeto es eliminada; tal verdad hay que tenerla presente aun cuando, en nuestro estado actual, esto sea más una idea misteriosa que una realidad verifi­cada. La intuición metafísica sin embargo ya nos permite conocer --o mejor, sentir- que intrínsecamente la iluminación es el factor activo en nuestra situación y que es el hombre quien, a pesar de toda su iniciativa y esfuerzo aparentes, representa el término pa­sivo de la suprema adecuación. El maestro Eckhardt pone toda esta cuestión en una perspectiva adecuada cuando dice que «en el proceder de la naturaleza lo superior siempre está más dispuesto a derramar su poder en lo inferior que lo inferior está dispuesto a re­cibirlo», pues, como sigue diciendo, «no hay ausencia de Dios en nosotros; la ausencia que existe es enteramente de nosotros, que no nos disponemos a recibir su gracia». Donde él dijo «Dios», no tenemos mas que decir «iluminación» y el resultado será una decla­ración budista tanto de forma como de contenido.

La gran paradoja es para nosotros que todavía no podemos dejar de ver esta situación a la inversa; un egocentrismo mal situado nos lo impide: todos tenemos que sufrir la congénita ilu­sión de la existencia que todo ser aún no liberado comparte en un grado mayor o menor. El budismo nos invita en primer lugar a aclarar este aspecto antes de mostrarnos que los dos puntos de vista sobre la realidad, el relativo y el absoluto, el samsara y el nirvana, coinciden esencialmente, como enseña de forma explícita el sutra Del corazón.

En China los taoístas siempre han hablado de la actividad del cielo; no forzamos en modo alguno las cosas si hablamos de la ac­tividad de la iluminación. Ésta es de hecho la función de la gracia, a saber, condicionar el regreso del hombre al centro desde el principio hasta el final. La misma atracción del centro, que se nos revela por diversos medios, es lo que ofrece el incentivo para iniciar el camino y la energía para hacer frente a sus numerosos y distintos obstáculos y superarlos. La gracia es asimismo la mano que recibe acogedoramente en el centro cuando el hombre se encuentra por fin en el borde de la gran divisoria en la que todos los hitos humanos han desaparecido. Sólo aquel que ha descendido del cielo puede ascender al cielo, como dice el Evangelio, pero para la ignorancia es inútil especular sobre este misterio, y más aún hablar de él. Hasta dar el gran salto en el vacío, la fe en la iluminación de Buda debe ser nuestra lámpara, puesto que todo lo que brota de la luz es luz; incluso nuestra oscuridad, si fuéramos conscientes de ella, no es sino el deslumbramiento producido por un resplandor demasiado intenso para que los ojos samsáricos lo puedan soportar.

La influencia atractiva de la iluminación, experimentada como una emanación providencial y misericordiosa del centro luminoso, afecta a la conciencia humana de tres modos, que pueden descri­birse respectivamente como: 1) invitación a la iluminación, 2) compañía de la iluminación, y 3) recordatorios de la iluminación.

El modo mencionado en primer lugar corresponde a la conver­sión, el don de la fe. El segundo corresponde al hecho de hallarse el hombre en estado de gracia, en virtud de lo cual su debilidad aparente recibe la capacidad de afrontar tareas y superar obstáculos que están mucho más allá de las fuerzas humanas ordinarias. El tercer modo coincide con el ofrecimiento de diversos medios de gracia, es decir upayas consagrados por la tradición: enseñanzas escriturarias, métodos de meditación, ritos iniciáticos, etc. Además, toda la inspiración de un arte propiamente definible como sagrado surge de esta fuente. En suma todo lo que sirve como recordatorio de la iluminación o ayuda a mantener la atención en esa visual es un medio de gracia en el sentido que aquí estamos considerando. Vale la pena detenerse en estos tres factores de atracción con algo más de detalle.

Invitación a la iluminación. Esta expresión se ha acuñado para describir la primera experiencia clara que tiene un hombre de una llamada irresistible a convertir en realidad su vida religiosa. Las circunstancias antecedentes, como la formación de una persona o su grado de madurez intelectual, no necesitan tenerse en cuenta en el caso presente; lo único que nos interesa es la naturaleza del hecho mismo. Hasta que la «idea de iluminación» (bodhi-chitta) no se ha establecido en la conciencia del hombre, éste difícilmente puede pretender estar «viajando» en sentido budista. El despertar de la té queda como un gran misterio; su concomitante negativo siempre será cierto apartamiento del mundo, y sólo más tarde (sal­vo por una rara excepción) puede desempeñar un papel efectivo en las propias preocupaciones la cuestión de integrar el mundo positi­vamente, en el sentido de la identidad esencial de samsára y nir­vana como se expresa en el sutra Del corazón (que ya se ha mencionado antes). La no dualidad no es para el principiante; presentada como una teoría abstracta, esta idea puede incluso ser nociva para una mente inmadura porque conduce muy fácilmente a pretensiones de tipo egocéntrico -de ahí el peligro de mucho de lo que hoy pasa por zen o vedanta-. La extrema reticencia de algunos grupos religiosos acerca de este tema, la cual está de moda censurar, no es en absoluto injustificada a la vista de los resultados.

Es importante señalar aquí que el sentimiento de apremio espi­ritual, ya le llegue a una persona de súbito o bien con pasos apenas perceptibles, es experimentado como una llamada a la actividad que la propia persona recibe primero como recipiente pasivo, no habiendo hecho nada en particular para ocasionarla. Esto es típico y normal, y encaja admirablemente con la descripción de la gracia como don gratuito. De pronto en el alma de ese hombre arraiga un impulso perentorio que le dice que la iluminación es lo único valioso por derecho propio y que todas las demás cosas, sean grandes o pequeñas, sólo pueden valorarse adecuadamente con arreglo a la medida en que contribuyan a ese fin o impidan su consecución. Una vez que esto ha sucedido tenemos aquí los ele­mentos esenciales de la vida espiritual, a saber, el discernimiento entre lo real y lo ilusorio y la voluntad de concentrarse en lo real; esta última definición procede de Frithjof Schuon. Por muy ele­mental que sea la conciencia presente que un hombre tenga de esta doble llamada, cuyas expresiones respectivas son la sabiduría y el método, se puede decir con certeza que se ha gustado un sabor anticipado de la iluminación; es como si un rayo emitido espontá­neamente desde el centro hubiera penetrado para efectuar una primera incisión en la cáscara de la ignorancia humana porque la naturaleza búdica de un hombre desea ser liberada. No se puede decir más sobre algo que confunde a todos los cálculos de la mente ordinaria.

Compañía de la iluminación. Si la invitación a la vía es en cierto modo un acontecimiento único en una vida humana, las gracias que se experimentarán a lo largo de esta vía son múltiples en el sentido de que repiten esa primera llamada, en diferentes etapas del desarrollo espiritual, en forma de un impulso de seguir adelante, de profundizar esta o aquella experiencia, de eliminar tales y cuales causas de distracción, o de concentrarse en este o aquel aspecto de la conciencia. Este proceso puede ser ilustrado comparándolo con la ascensión a una cresta montañosa que con­duce a una cumbre. Al principio de la ascensión la mente está poseída por el solo pensamiento de la cumbre, pero una vez que se está realmente en la cresta cada sucesivo pináculo o hendedura que hay que remontar concentrará toda la atención del que sube, hasta el punto de eclipsar temporalmente el recuerdo de la cima. De hecho los obstáculos más próximos continuarán revelando por implicación la existencia de la cumbre, pero en cierto sentido también 'la velan; dicho con otras palabras, cada obstáculo sirve a su vez para simbolizar la cumbre y se convierte así en un factor de conocimiento en un sentido relativo. Así prueban las cosas encon­tradas en la existencia samsárica la presencia latente de la ilumina­ción aun cuando parecen ocultarla. Un símbolo es una clave para el conocimiento; un ídolo es un símbolo tomado por una realidad por derecho propio. Ésta es una distinción fundamental que hay que tener en cuenta porque el simbolismo, entendido y aplicado correctamente es la substancia misma de la alquimia espiritual mediante la cual el plomo samsárico puede ser transmutado en el oro búdico que es en principio. En todo este proceso, sea la vía larga o corta, la compañía de la iluminación opera como un fer­mento, una gracia siempre presente que llena, por decirlo así, la brecha existente entre nuestra incapacidad humana y la tarea apa­rentemente sobrehumana a la que estamos obligados por nuestro nacimiento humano.

Dado que acabamos de mencionar la vía con sus etapas en correlación con la efusión de la gracia, esto nos ofrecerá la oportu­nidad de examinar una cuestión que a menudo ha sido causa de confusión, a saber, cómo hemos de situar nuestra vida presente en el plan general de la transmigración tal como lo expone el bu­dismo. Para este propósito, una breve digresión no estará fuera de lugar.

La cuestión podría plantearse de este modo: al considerar el camino hacia la iluminacion, ¿hemos de tomar en cuenta, como algunos podrían preguntar, las extensas posibilidades contenidas en los nacimientos sucesivos, a veces calculados en millones, o debemos limitar nuestra atención a la existencia presente a la vez que nos olvidamos de las demás, excepto en el sentido de una representación más o menos esquemática del samsara, el flujo del mundo, condicionado por la interacción continua de la acción y la reacción, del karma y sus frutos? Ésta es en verdad una pregunta pertinente, puesto que afecta a algo muy fundamental en el bu­dismo, a saber, la verdad de que conocer la verdadera naturaleza del samsara es conocer el nirvana, nada menos. Lo inverso es también cierto; pues si nos es permitido parafrasear una sentencia de santo Tomás de Aquino, «una opinión falsa sobre el mundo engendrará fatalmente una opinión falsa sobre la iluminación (santo Tomás dice «sobre Dios»), los dos conocimientos están uni­dos como una sola realidad.

Apareciendo como una idea nueva y desconocida, la transmi­gración a menudo ejerce un fuerte atractivo sobre la mente occi­dental, simplemente porque parece ofrecer otra oportunidad, es decir la posibilidad de recorrer el camino hacia la iluminación por etapas fáciles en vez de tener que jugarse el todo por el todo en una sola jugada, como parecen sugerir las escatologías semíticas. Para alguien que tiene esta visión complaciente de sus oportunidades humanas es muy fácil ver en la-doctrina del renacimiento samsá­rico algo estrechamente emparentado con la creencia actual en un progreso unidireccional; el que esta creencia se exprese con la fraseología evolucionista más aparentemente científica de un Teil­hard de Chardin o de otro modo es algo que no tiene importancia.

Evidentemente, esta opinión está en desacuerdo con el budismo por cuanto se equivoca en el punto principal en lo que respecta a la transmigración, a saber, su esencial indefinitud -esto nunca se repetirá bastante- como también, por lo demás, el alto grado de improbabilidad atribuible a cualquier clase de renacimiento hu­mano cuando se considera desde el punto de vista de su importan­cia kármica. Es absurdo emplear la mayor parte de la vida terrena no en la búsqueda de la iluminación, sino de todo lo que es innecesario y trivial, y luego esperar que esta vida se repita en forma humana; sin embargo, ésta es precisamente la vida que llevan la mayoría de las personas y no en grado menor aquellas a quienes el mundo contempla como altamente civilizadas y admira por su destreza de manipulación o su insaciable erudición. ¿Qué derecho tienen esas personas para esperar un tratamiento privile­giado cuando les llegue el momento de ser pesados en la balanza kármica? ¿Han prestado nunca atención a esa frase sobre el «naci­miento humano difícil de obtener que en el budismo se repite constantemente como un estribillo? Si uno quiere ser honrado consigo mismo, tiene que reconocer que en la mayoría de los casos el renacer como un gusano sería una retribución misericordiosa; ciertamente es imprudente el que supone que los infiernos del budismo sólo existen para alojar a asesinos y a pistoleros. ¿Cuántos de nosotros tendrían nunca el valor de cometer un asesinato? ¿A qué clase de renacimiento, pues, es probable que conduzca una conciencia disipada o una tibieza persistente con respecto a la verdad?

Las escatologías semíticas, que ofrecen al hombre la alternativa única de salvarse o perderse, pueden alegar al menos un realismo empírico para justificar esta reducción de la elección sobre la base de que tal actitud responde a un sentimiento de urgencia en la vida y es por tanto, desde el punto de vista espiritual, un upaya ajustado a su propósito. Para el budista, lo que sustituye el temor del cristiano a la cólera de Dios es el temor al errabundeo interminable a través del samsara, ora arriba, ora abajo, pero nunca libre de sufrimiento. Cualquier intento de ver en el proceso samsárico algo semejante a un movimiento cósmico uniforme dotado de una ten­dencia optimista es tan poco budista como improbable en sí.

En realidad siempre que se alcanza la iluminación, ello ocurre desde la plataforma de una particular vida humana, o de un estado equivalente si se trata de otro sistema cósmico; la persona indivi­dual llamada príncipe Siddhartha que se convirtió en el buda Skya Muni ilustra perfectamente la afirmación anterior. No hay que caer en el error de concebir la iluminación como si fuera el fruto último y más dulce de una prolongada cosecha de frutos samsári­cos. El buen karma, cualquier vida bien empleada, contribuye a la iluminación del hombre, primero porque la virtud predispone al conocimiento mientras que el vicio hace lo contrario, y segundo porque dentro de la escala de posibilidades samsáricas el buen karma promueve la emergencia de nuevas creaciones en un medio
relativamente favorable como, por ejemplo, en países donde la iluminación no se ha olvidado, lo cual no es una ventaja pequeña en este mundo. En este sentido, una vida llevada correctamente e inteligentemente no es ajena a la consecución de la meta por parte de un hombre, aun cuando éste se detenga en algún punto del camino.

Admitir semejante hecho es, sin embargo, muy distinto de convertir esta posibilidad del buen karma en una excusa para posponer los mejores esfuerzos hasta una vida futura que se su­pone mejor que la presente. Esta actitud casi permite dar por seguro que será peor. En todo caso, mientras se es un ser samsá­rico, cualquier clase de recaída es posible; es útil tenerlo en cuenta al tiempo que se pone todo el esfuerzo en las oportunidades inme­diatas en consonancia con la gracia presente. Por encima de todo hay que recordar que la iluminación, si llega y cuando llega, significa una inversión de todos los valores samsáricos o, en un sentido todavía más profundo, su integración. Si se dice habitual­mente que un buda «conoce todos sus nacimientos anteriores», es porque está identificado con el corazón de la causalidad, el miste­rioso cubo de la rueda del devenir en el que nunca ha habido ni puede haber ningún movimiento. Los seres que todavía están en el samsara no gozan de esta posibilidad, y por ello les parece más práctico en todos los sentidos aprovechar al máximo una oportuni­dad humana mientras la tienen en vez de confiar en un futuro que puede ser cualquier cosa, desde un paraíso de devas hasta una estancia infernal entre el fuego o el hielo.

Algo que conviene mucho recordar en todo esto es que el hombre que alcanza la iluminación no es «Fulano de Tal», sino que es más bien por la terminación del sueño de ser «Fulano de Tal» como surge la iluminación. Por lo que se refiere al conocimiento del samsara, lo que se necesita es poner cada cosa en su sitio, ni más ni menos, incluida la propia persona. Cuando todas las cosas se han vuelto transparentes hasta el punto de dejar que la luz increada brille a su través, ya no hay nada más que pueda devenir. El devenir es el proceso continuo de resolución de contradicciones internas, frutos del árbol dualista, por medio de compensaciones parciales que conducen a nuevas contradicciones, y así indefinida­mente. Comprender este proceso con plena claridad significa esca­par de su dominio. Buda ha mostrado el camino.

Dejando atrás esta cuestión, abordemos nuestro tercer apar­tado, recordatorios de la iluminación, pero no hace falta que nos detengamos mucho en ello; basta con haber enumerado cierto número de ejemplos típicos de los `medios de gracia' que ofrece la tradición en varias formas y con miras a diversos fines. Todas las civilizaciones tradicionales abundan en tales recordatorios; una vez que se conoce su existencia, es fácil observar la operación de la gracia por medio de estas formas. No obstante queda un ejemplo que merece una atención especial como supremo recordatorio y medio de gracia: es la imagen sacramental del Bienaventurado, que se encuentra en todos los rincones del mundo budista. Hablaremos de este tema a su debido tiempo.

El siguiente canal de gracia que ofrecemos a la atención del lector nos conduce a una dimensión espiritual próxima al corazón de las cosas. Es la función del gurú o maestro espiritual, del que inicia a un hombre en el camino espiritual que conduce, a través de los estados superiores de conciencia, hasta el umbral de la propia iluminación -tan cerca y sin embargo tan lejos, puesto que el paso final queda como un puro misterio cuya clave sólo la posee la gracia-. En un sentido muy especial, el maestro espiritual es el representante del «espíritu que sopla donde quiere. Su calificación para tal función le corresponde más allá de toda prueba verificable. Si todavía no se lo ha descubierto, el hecho mismo de buscarlo confiere luz; cuando se lo encuentra, puede conceder o negar su favor sin dar ninguna explicación. Su desaprobación es la medi­cina más amarga que un hombre pueda tragar. En presencia de su maestro se espera que el discípulo se comporte como si el pro­pio Buda se hallara ante él; en la iniciación cristiana centrada en la oración de Jesús se da el mismo consejo, en sustitución de la persona de Cristo.

En relación con la sangha, el gurú representa su esencia; esto es cierto aun en el caso de que el maestro no sea un bhikku, aunque, evidentemente, con frecuencia también lo es. Marpa, el famoso gurú de Mila Repa, era un laico consagrado y padre de familia, y en ninguna parte ha existido un maestro más grande que él; lo mismo que, en cuanto a discípulo, Mila Repa no ha sido superado, por decir lo menos. Sus poemas, los más bellos que se han escrito en lengua tibetana, proclaman la gracia del gurú a cada paso, aun cuando, en lo que se refiere al esfuerzo personal, la persistencia de Mila Repa frente al calculado (pero sumamente misericordioso) desdén de Marpa es algo tan inaudito que hace pensar que, para aguantar semejante proceder, un hombre tiene que haber nacido tibetano.

Sin embargo, no acaba todo con el gurú humano; hay otro gurú que considerar, interior esta vez y cuya correspondencia visible es el gurú externo. «Intelecto es su nombre, el daimon de Sócrates; es una lástima que el uso posterior haya degradado una palabra que por derecho propio debería limitarse a la inteligencia intuitiva que mora en el corazón de todo ser y especialmente del hombre, la gracia inmanente sobre la cual Cristo dijo: «El reino de los cielos está dentro de vosotros.» Cuando el gurú exterior ha hecho su trabajo, lo transfiere al gurú interior, que hace el resto.

El intelecto puede salvarnos porque es la parte de nosotros que no necesita salvarse, dado que la iluminación está en su propia substancia. Emanado de la luz, él mismo es luz y conduce de regreso a la luz. El gran enigma es nuestro egotismo, nuestro falso sentido de personalidad y la consiguiente reluctancia a abandonar lo que nunca nos hace realmente felices. Nuestras repetidas insatis­facciones también son un gurú; todo lo que tenemos que hacer es seguir el rastro de estas insatisfacciones hasta su causa primera. Éste es el mensaje positivo del sufrimiento, un mensaje que tam­bién contiene una esperanza y que sin duda no puede permanecer desoído para siempre. La primera verdad de Buda no enseña en realidad nada diferente.

Emprendamos ahora un breve vuelo, alejándonos de este mundo sufriente para visitar la morada de la gracia y la fuente de su corriente generosa. El budismo mahayana habla de tres kayas o cuerpos de la budeidad, o, si se prefiere, de tres mansiones de la iluminación consideradas respectivamente como esencia o quidi­dad, goce o dicha, y proyección avatárica en el mundo; los corres­pondientes nombres sánscritos son dharma-kaya, sambhoga-kaya y nirmana-kaya, y es de este tercer cuerpo especialmente del que debemos decir algo ahora por cuanto está directamente relacionado con la cuestión de la gracia y su manifestación en los seres. Una cita de un breve pero muy concentrado sutra tibetano compuesto en verso, El buen deseo del gran poder, nos proporcio­nará los datos esenciales: «Ininterrumpidamente mis avataras (en­carnaciones) aparecerán en un número inconcebible de millones y enseñarán diversos medios para la conversación de todas las clases de seres. Que por la plegaria de mi compasión todos los seres animados de las tres esferas puedan ser rescatados de las seis moradas samsáricas.»

Tradicionalmente se da como revelador de este sutra al buda Samanta Bhadra, el «Todo Bien»; es significativo que su nombre vaya precedido por el prefijo adi -o primordial-, subrayando así la naturaleza principal de la atribución. Respecto a la realidad pri­mordial de la que este buda es portavoz, se dice también que ni el nombre de nirvana ni el de samsara le corresponden, pues es pura no dualidad (advaita) más allá de toda posible distinción o expre­sión. Tomar plena conciencia de esta verdad es ser buddha, des­pierto; no tomarla es errar por la existencia samsárica; el sutra lo dice expresamente.

En su guerra incesante contra la tendencia de los hombres a superponer sus propios conceptos a la divinidad como tal, los sutras budistas han introducido la palabra «vacío» para sugerir la total ausencia de posibilidad de definición positiva o negativa; de ahí también el título de shunya-murti, «forma del vacío», aplicado a Buda contradicción en los términos que sirve, para subrayar una verdad que escapa a todo intento de enunciación positiva.

En cuanto se pasa a la atribución diciendo de la divinidad que es o no es esto o aquello, o bien dándole nombres como «todo bien», etc., nos encontramos por fuerza en la esfera del ser; el epíteto de misericordia que acabamos de mencionar es, entre los nombres, uno de los primeros en imponerse. El signo visible de esta presencia misericordiosa ha de verse en la corriente de la revelación avatárica (de ahí el uso de la palabra «millones» en el su­tra), los budas y bodhisattvas que aparecen en los diversos sistemas cósmicos y que, gracias a su propia iluminación, muestran el camino de la liberación a los seres. Nuestro sutra concluye con las siguientes palabras: «Que todos los seres de las tres esferas, por la plegaria de mi contemplación... alcancen finalmente la budeidad.» Esto otorga la carta misma de la gracia y su operación en el mundo; apenas necesita más comentario.

Lo único que tal vez sea útil añadir es que si en el cristianismo, por ejemplo, el aspecto de personalidad divina a veces puede pare­cer que ha ocultado la quididad de la deidad, en el caso del budismo, aunque este peligro se ha evitado deligentemente, se encuentra sin embargo cierta expresión personal de lo divino en forma distributiva, a saber, en la compañía o sangha celestial de los budas y bodhisattvas, los primeros de los cuales representan su aspecto estático y los segundos el dinámico, como la misericordia cuando se proyecta en el samsara. En la sección final de este ensayo, cuando estudiemos la doctrina de la tierra pura, volvere­mos sobre este tema.

Después de esta excursión a las alturas debemos bajar de nuevo a la tierra y examinar un medio concreto de gracia ya mencionado antes, que quizá ha ayudado más que cualquier otro a mantener vivo el recuerdo de la iluminación entre los hombres. Se trata de la imagen de Buda haciendo el gesto de tocar la tierra (bhumi-spar­sha). Todos los rincones del mundo budista conocen y aman esta imagen; tanto el theravada como el mahayana han producido ma­ravillosos ejemplares de ella. Si hay una representación simbólica a la que corresponda propiamente la palabra «milagrosa», es sin duda ésta.

El relato de cómo llegó a existir una imagen de Buda es instruc­tivo, puesto que el budismo al principio no era partidario de la imaginería antropomórfica y prefería símbolos más elementales. Se dice que se hicieron varios intentos frustrados de registrar la ima­gen de Buda por motivos de índole personal, como el deseo ,de recordar una figura amada y venerada, etc.; en estos casos siempre existe cierta confusión entre la apariencia y la realidad, de ahí la prohibición del ídolo en el judaísmo y el islam, por ejemplo. Sin embargo en este caso intervino la compasión del victorioso; estaba dispuesto a permitir una imagen de sí mismo a condición de que fuera un verdadero símbolo y no una mera reproducción de super­ficies; esta distinción es muy importante. Cediendo a los ruegos de
sus devotos, Buda proyectó su forma milagrosamente y esta pro­yección fue la que proporcionó el modelo para un verdadero icono, adecuado para servir a otros fines que el de la adulación personal, que un tema sagrado excluye por definición.

Me gustaría citar aquí unas líneas de la obra de Titus Burck­hardt Principios y métodos del arte sagrado (Ediciones Lidium, Buenos Aires 1982), en la que se dedica un capítulo entero a la Buddha- rupa tradicional. Después de referir el relato que hemos citado sobre la frustración de los artistas y la milagrosa proyección, el autor prosigue:

... el icono sagrado es una manifestación de la gracia de Buda, emana de su poder suprahumano... Si se considera la cuestión detenidamente se puede ver que los dos aspectos del budismo, la doctrina del karma y su cualidad de gracia, son inseparables, pues demostrar la naturaleza real del mundo es trascenderlo; es manifestar los estados inmutables... y es una brecha abierta en el sistema cerrado del devenir. Esta brecha es el propio Buda; desde entonces todo lo que procede de él lleva el influjo de la bodhi.

La función iluminadora de la imagen sagrada no se podría haber explicado mejor.

Antes de pasar a los diferentes detalles de la imagen, estaría bien refrescar nuestra memoria acerca del episodio de la vida de Buda que esta postura concreta quiere perpetuar. Todo el mundo recordará que, poco antes de su iluminación, el futuro Buda fue al grande y antiquísimo bosque próximo al lugar de Bihar que ahora se llama Bodhgaya y halló en él una gran higuera (ficus religiosa) al pie de la cual estaba dispuesto un asiento preparado para el destinado a convertirse en la luz del mundo; el árbol representa evidentemente el eje del mundo, el árbol de la vida», como lo llama el Génesis. Cuando estaba a punto de tomar asiento en aquel lugar, Mara, el tentador, apareció ante él, poniendo en duda su derecho al trono adamantino. «Soy el príncipe de este mundo -dijo Mara- y por lo tanto el trono me pertenece.» Entonces el bodhi­sattva extendió su mano derecha y tocó la tierra, madre de todas las criaturas, para que testificara que el trono era suyo por dere­cho, y la tierra testificó que así era.

En la forma clásica de esta imagen Buda siempre se representa sentado sobre un loto; la elección de esta planta acuática es signifi­cativa por cuanto en el saber tradicional las aguas siempre simboli­zan la existencia con sus abundantes posibilidades, ese samsara cuya forma de ser vencido iba a enseñar Buda, no por la mera negación, sino por la revelación de su verdadera naturaleza. En cuanto a la figura, su mano derecha apunta hacia abajo para tocar la tierra como en el relato, mientras que su mano izquierda está vuelta hacia arriba para sostener la escudilla de mendicante. signo del estado de bhikku. Al igual que el bhikku recoge en su escudilla cualquier cosa que el transeúnte quiera arrojarle, sea mucho o poco, sin pedir mas y dejando que ello sea su sustento para el día, así también el hombre tiene que aceptar la gracia celestial como el don gratuito que es. En los dos gestos exhibidos por la imagen de Buda está resumido todo el programa de las exigencias espirituales del hombre.
Con respecto a la tierra, es decir, con respecto al mundo al que pertenece por su existencia, el gesto del hombre es activo; esta actitud activa siempre es necesaria en lo que se refiere al mundo y sus múltiples tentaciones y distracciones. Con relación al cielo y a sus dones, por otra parte, el hombre espiritual es pasivo, está contento de recibir el rocío de la gracia del modo y en el momento en que cae y de refrescar sus fuerzas más o menos débiles con su ayuda. El hombre ignorante hace exactamente lo contrario: se muestra blando y acomodaticio frente al mundo al tiempo que pone toda clase de condiciones de su propia elección en lo que respecta a las cosas del cielo, -si es que les llega a dedicar algún pensamiento. Para el hombre verdaderamente consciente, incluso su propio karma puede ser a la vez una gracia y un gurú, no sólo en el sentido de una recompensa o sanción impuesta por una ley cósmica, sino porque el karma es un poderoso e ineludible recor­datorio de la iluminación como necesidad clamorosa del hombre y como el único objeto de sus deseos inequívocamente razonable. Aceptado en este sentido el karma, sea bueno o malo, puede ser acogido corno Savitri acogió a la muerte cuando ésta vino a recla­mar a su esposo y Savitri la venció con su resignación. Correcta­mente contemplada, la imagen sacramental de Buda nos dice todas estas cosas. Para nosotros es el medio de gracia por excelencia.

Ya hemos dicho bastante para responder a nuestra pregunta primera acerca de si el budismo deja lugar para la gracia. Una última ilustración servirá, sin embargo, para remachar nuestro argumento al mostrar que la idea de la gracia puede desempeñar un papel predominante en una doctrina que no obstante sigue siendo budista tanto en su forma como en su cualidad. Se trata de la doctrina de la tierra pura (jodo en japonés), desarrollada en torno al voto del buda Amitabha y que utiliza como único medio opera­tivo la invocación de su nombre. Éste significa «luz infinita» y el buda al que designa es el que preside la región occidental, donde se sitúa simbólicamente su «tierra de buda». Debemos mencionar de paso que los europeos que se sienten atraídos por el budismo han tendido hasta ahora a evitar la forma de la tierra pura justamente por su insistencia en la gracia, descrita en ella como tariki (poder del otro), lo que les recordaba demasiado al cristianismo que creían haber dejado atrás. Los buscadores occidentales se han sentido en conjunto más atraídos por los métodos de jiriki (poder propio), en los que se hace especial hincapié en la iniciativa personal. y el esfuerzo heroico -de ahí su preferencia por el zen (o por lo que to­man por tal) o por el theravada interpretado en un sentido ultrapu­ritano, por no decir humanista. ¡Por nada del mundo quisieran esas personas ser confundidas con miserables cristianos dependien­tes de Dios! Espero demostrar sin embargo que ambos enfoques, el jiriki y el tariki, no son en modo alguno tan incompatibles como algunos pretenden creer y que, a pesar de los contrastes de acento, ambos se corresponden y son de hecho indispensables el uno para el otro.

Tomando el zen en primer lugar, una cosa que muchos de sus admiradores extranjeros tienden a perder de vista es el hecho de que, en su propio país los que se sienten llamados a esta vía ya habrán sido moldeados desde su infancia por la estricta disciplina de la tradición japonesa, en la que el respeto a la autoridad, una elaborada urbanidad y la aceptación de muchas restricciones for­males desempeñan todas su papel correspondiente, y en la que las premisas básicas del budismo también se pueden dar por sentadas. Tampoco hay que olvidar el elemento shintoísta presente en la tradición, con su culto a la naturaleza por una parte, y su inculca­ción de las virtudes caballerescas por otra; el alma japonesa no sería lo que es si no estuviera moldeada por estas dos influencias. Con esta preparación un hombre puede afrontar la severidad del adiestramiento zen y también ese elemento de extravagancia del zen que tanto fascina a las mentes ansiosas de reaccionar contra los valores convencionales de su medio anterior, con su moralidad preconcebida y su trivialidad conceptual. Todas estas cosas tienen que verse en proporción si quieren entenderse correctamente.

Para quienes piensan que el zen es puro poder propio sin ninguna mezcla de poder del otro, es bueno señalar que al menos una de las manifestaciones de la gracia que hemos enumerado en este ensayo desempeña en él un papel de la mayor importancia: se trata del gurú, o roshi, el cual, dado que no es el discípulo, repre­senta necesariamente el poder del otro en relación con aquél, dígase lo que se quiera. Que el zen, a pesar de su constante exhor­tación al esfuerzo personal, no excluye el elemento de tariki me lo demostró (si es que necesitaba ser demostrado) un conferenciante zenista japonés que vino a Inglaterra hace dos años. Al final de su charla subí al estrado y le pregunté: «¿Es correcto decir que el `po­der propio' y el `poder del otro' siempre se implicarán mutuamen­te? Si uno se afirma, ¿se puede suponer al otro latente, y vicever­sa?» «Pues claro», respondió el conferenciante. «Son las dos caras de la misma moneda. Esto es evidente. Además, ¿no es el zen una doctrina no dualista?»
Un relato que ha proporcionado tema a muchos pintores japo­neses servirá también para ilustrar este punto. Es la historia del formidable patriarca del zen, Bodhidharma, y de cómo atravesó el océano sobre una caña o un retoño de bambú; por océano hay que entender el samsara. éste es el simbolismo tradicional de las aguas en todo el mundo.

Se dice que en una ocasión Bodhidharma llegó a una de las orillas del mar con el deseo de cruzar a la otra orilla. No encon­trando ninguna embarcación, descubrió de pronto un pedazo de caña y prestamente la cogió y la echó al agua; entonces, subién­dose con arrojo al frágil tallo, se dejó llevar a la otra orilla. Ahora bien, Bodhidharma era un sabio; sabía que el poder propio y el po­der del otro, el libre albedrío aplicado y la gracia, son en esencia lo mismo, y el hecho de utilizar la caña como vehículo descansa en este mismo conocimiento. Sin embargo, nosotros, espectadores, el punto que debemos observar es que Bodhidharma encontró esa caña en la orilla del mar; él no la creó ni la trajo consigo. ¿Quién la puso allí, pues, a punto para ser descubierta? El poder ajeno no podía ser nadie más. La caña vino al patriarca del zen como una gracia, hacia la cual él en primer lugar no podía sino ser pasivo; luego, después de recibirla, respondió activamente con una inicia­tiva apropiada y cruzó las aguas del samsara hasta la otra orilla. Con esto se indica una vez más la enseñanza de la imagen de Buda, aunque en forma diferente.

En contraste con el zen, la doctrina de la tierra pura se ofrece como una típica vía de gracia; de ahí que algunos hayan sugerido que el jodo recibió en sus comienzos la influencia de enseñanzas cristianas llevadas a China desde Siria por miembros de la secta nestoriana -hipótesis gratuita si las hay, puesto que el jodo es, en todos sus elementos esenciales, una forma de sabiduría típicamente budista-. El siguiente resumen de la enseñanza de la tierra pura aclarará suficientemente para lo que ahora nos interesa su posición teórica.

Cierto bodhisattva llamado Dharmakara se encontraba a punto de entrar en el estado de iluminación cuando movido por la com­pasión se dijo: «¿Cómo puedo consentir en entrar en el nirvana cuando toda la multitud de seres tiene que quedarse atrás, presa de la transmigración y del sufrimiento indefinidos? ¡Antes que dejar­los en este estado, hago el voto de que, si no soy capaz de liberarlos a todos hasta la última brizna de hierba, nunca alcance la ilumina­ción!» Pero de hecho (dice el argumento) sí alcanzó la iluminación y ahora reina, con el nombre de Buda Amitabha, en la región occidental. Por lo tanto su voto no puede haber dejado de reali­zarse; los seres dolientes pueden y deben ser liberados, siempre y cuando tengan fe en el voto de Amitabha y evoquen su nombre. Esto último lo hacen mediante el nembutsu, la fórmula «Alabanzas al buda Amitabha» (en japonés namu amida butsu). La invocación de esta fórmula con una confianza desinteresada en el voto es, para el devoto de la tierra pura, su constante medio de gracia, el signo de su abandono incondicional al poder del otro. Pensar en un esfuerzo, mérito o conocimiento propios implica inevitablemente adherirse a una individualidad imaginaria, disfrácese como se quiera; esto viola la primera y última condición de la liberación. ¿Quién puede hablar de poder propio cuando no tiene la menor idea de lo que significa un yo propio?

A partir de aquí, la dialéctica de la tierra pura prosigue diciendo que en los primeros tiempos del budismo los hombres eran sin duda mas fuertes, más confiados en sí mismos; podían adoptar disciplinas severas y seguir vías de meditación de tipo jiriki. Pero ahora, debido a nuestro mal karma, estamos viviendo en los últi­mos tiempos, oscuros y dominados por el pecado, en que los hombres se han vuelto débiles, confusos y, por encima de todo, irremediablemente pasivos. Pues bien, dice el maestro de la tierra pura, saquemos provecho de esta debilidad; que ella misma se ofrezca humildemente a la gracia de Amitabha, rindiéndose ante el poder de su voto. Si por la fuerza de este voto los justos pueden ser liberados, ¡cuánto más cierto será ello para los pecadores, cuya necesidad es mucho mayor! Comparemos esto con las palabras de Cristo. «No he venido para llamar al arrepentimiento a los justos, sino a los pecadores.» Ambas frases no son tan diferentes.

Es interesante observar que en el Tibet existe un método de invocación que en muchos aspectos recuerda al nembutsu. Este método emplea una fórmula de seis sílabas cuyas asociaciones místicas son demasiado complejas para ser expuestas en pocas palabras; baste saber que recibe el nombre de maní mantra y que su revelador es el bodhisattva Avalokitesvara (Chenrezig en tibeta­no), que en la sangha celestial personifica la compasión. Para lo que ahora nos interesa, el punto más significativo es que el propio Chenrezig es una emanación del buda occidental Amitabha, de cuya cabeza nació, rasgo mitológico que muestra la evidente seme­janza del mani y el membutsu. Por otra parte, hay una diferencia que vale la pena observar, y es que mientras la misericordia de Amitabha, al ser la de un buda, posee una cualidad estática, la compasión de Chenrezig es dinámica, como corresponde a un bodhisattva, que por definición opera en el mundo, como auxilia­dor de los seres que sufren. Todo bodhisattva como tal es de hecho una encarnación viviente de la función de la gracia.


Antes de concluir este ensayo no puedo dejar de señalar un caso de lo que puede llamarse coincidencia espiritual entre dos tradiciones muy alejadas, la budista y la islámica; esta coincidencia no es atribuible al préstamo ni a ninguna causa fortuita, sino que surge de la propia naturaleza de las cosas.

El versículo que abre el Corán es Bismi'lahi'r-rahmani'r­rahim, que corrientemente se ha traducido como «En el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso». En árabe, una raíz común hace que la conexión entre estos dos nombres sea todavía más próxima. Pues bien, unos amigos musulmanes bien instruidos me han explicado que la diferencia entre dichos nombres consiste en lo siguiente, a saber, que ar-rahman se refiere a la clemencia de Dios como cualidad intrínseca del Ser divino, mientras que ar­rahim se refiere a esa cualidad en cuanto se proyecta en la crea­ción. Expresa el aspecto dinámico de la clemencia, la misericordia que se derrama y alcanza a las criaturas en forma de gracia así como de otras maneras. Al igual que la compasión budista, posee una cualidad dinámica; debe encontrar un objeto para poder ac­tuar. Es fácil ver que estos dos nombres corresponden respectiva­mente, en todo lo esencial, a Amitabha y Chenrezig ¡He aquí una brillante confirmación llegada de un lugar inesperado!

Pero no nos sorprendamos demasiado; pues, ¿acaso no es cierto que en la tierra pura de la iluminación todos los caminos religiosos deben sin duda encontrarse?

(Marco Pallis. Espectro luminoso del budismo, Ed Herder, Barcelona 1986, pp 71-93)


¿EXISTE UN PROBLEMA DEL MAL?

 Para la liberación inequívoca necesita ser com­pletada por la realización activa, la conciencia plena de la identidad esencial, más allá de su distinción relativa, entre el árbol de la vida y el árbol del contraste, el nirvana y el samsara. Sólo este trascen­der todas las dualidades y sus oposiciones puede hacer inmune al hombre a la mordedura de la serpiente, porque entonces la propia serpiente, como todo lo demás, será reconocida a la luz del conoci­miento como lo que es, a saber, una propiedad de la existencia y nada más. La luz por lo tanto tiene prioridad sobre todas nuestras necesidades. Buda, al situar la «opinión correcta» al principio del Noble Camino óctuple que conduce a la liberación, rindió pleno tributo a esta primera exigencia. Si bien la realización pasiva y la activa se han mencionado una después de otra, es necesario hacer una tercera observación diciendo que la reintegración en el centro, para ser completa y equilibrada, será en realidad activa y pasiva al mismo tiempo, lo primero en virtud del conocimiento, que es activo por naturaleza como el intelecto que lo comunica, y lo segundo en virtud del don vivo de la gracia, la atracción espontá­nea del propio centro, que no puede exigirse sino sólo aceptarse libremente o despreciarse; en este caso, como ha dicho Schuon en uno de sus pasajes más reveladores, siempre es el hombre quien está ausente, no la gracia. En el camino espiritual, el sendero hacia el interior, siempre habrá un movimiento bidireccional, cualquiera que pueda ser el énfasis aparente en cualquier caso dado entre la iniciativa humana por una parte y el don divino por otra; la desproporción misma entre un esfuerzo humano necesariamente limitado, por muy intenso que sea, y el objeto trascendente e ilimitado que se ha de abarcar muestra por qué debe ser así.

La imagen tradicional de Buda -tal vez la forma de icono más milagrosa que existe- ejemplifica perfectamente la síntesis de acti­tudes exigidas al hombre por las circunstancias. Sentado en la postura del loto al pie del árbol de la iluminación -igualmente podría llamársele el árbol de la vida:, Buda, el plenamente des­pierto, toca la tierra con su mano derecha, tomándola por testigo; mediante este gesto se indica una actitud activa ante el mundo. Su mano izquierda por otra parte sostiene la escudilla de medicante dispuesta a recibir cualquier cosa que se le dé desde arriba; este gesto indica la pasividad ante el cielo, la perfecta receptividad. La incomparable elocuencia de este símbolo hace inútil todo comenta­rio.
Para un cristiano la realización en modo activo se representa esencialmente por la redención inaugurada por Cristo. Para com­pensar la caída el camino de reintegración tiene que pasar a través del sacrificio: el ego debe sufrir una transformación en el fuego de Shiva, como diría un hindú. La reintegración virtual al estado adámico de inocencia en modo pasivo se opera mediante el bau­tismo. La reintegración virtual en modo activo, en el estado crís­tico, se opera por la eucaristía, por el acto de comer y beber a Cristo a fin de ser comido y bebido por él. En esto hay que ver toda la diferencia que separa al «pecador arrepentido» de la «perso­na justa que no necesita arrepentirse». El primero es el que corres­ponde a la realización activa: el pájaro que ha escapado de la jaula nunca volverá a ser apresado. La inocencia representada por la participación pasiva es indudable, pero es la otra la que produce la mayor alegría en el cielo.

Digamos de paso que la cita anterior ofrece una ilustración excelente del carácter polivalente de la Escritura revelada, en vir­tud del cual las mismas palabras, aun conservando su pertinencia literal en un plano de comprensión, en otro se puede transponer en un sentido mas universal. Éste es un caso de aquel método de exégesis al que nos hemos referido antes con el nombre de «anagó­gico», en cuanto apunta hacia arriba, al umbral de los misterios. La importancia inmensa que todas las grandes tradiciones conceden a la memorización y recitación de sus Escrituras se explica por esta propiedad que tiene el texto sagrado de transmitir aspectos super­puestos de la verdad, con lo cual puede ofrecer un soporte para la meditación y la concentración que es prácticamente inagotable.

Esta doble virtualidad, que cubre todas las posibilidades, tanto pasivas como activas, tiene que ser actualizada mediante la vida de religión; las doctrinas y métodos religiosos, cualquiera que sea su forma o particularidad, no tienen otro objeto que éste.

(Marco Pallis. Espectro luminoso del budismo, Ed Herder, Barcelona 1986, pp  67-68)


No hay comentarios: