sábado, 1 de junio de 2024

Ciencia moderna y sabiduría tradicional (Titus Burckhardt)

 

Ciencia moderna y sabiduría tradicional

Titus Burckhardt

Taurus Ediciones S.A. Madrid 1982.

Ciencia no sabia Pp.29 y ss.

 

Todos los errores de las llamadas ciencias exactasproceden del hecho de que la mentalidad que sustenta estas ciencias tiende a prescindir de la existencia del sujeto humano, que, pese a todo, es el espejo en el que

el fenómeno del mundo se revela. El referir toda observación a fórmulas matemáticas permite hacer abstracción en una larga medida de la existencia de un sujeto conocedor, y comportarse como si solo existiera una realidad objetiva; se olvida deliberadamente que ese sujeto, precisamente, es la única garantía de la constante lógica del mundo; y que ese sujeto, a quien

no debe entenderse solo en su naturaleza relativa al yo, sino, antes bien, en su esencia espiritual, es el único testimonio de toda la realidad objetiva.

 

En verdad, el conocimiento objetivo del mundo, es decir, independiente de las impresiones que se refieren al yo y, por lo tanto, subjetivas, presupone

ciertos criterios ineluctables que, a su vez, no podrían existir si en el propio sujeto individual no hubiese un fondo imparcial, un testigo que trasciende el yo, en resumen, si no existiera el espíritu puro. En ultima instancia, el conocimiento del mundo presupone la unidad subyacente del sujeto que conoce, de modo que se podría decir de la ciencia deliberadamente agnóstica de nuestro tiempo, lo que Meister Eckhart dijo de los que reniegan de Dios: Cuanto más blasfeman, más alaban a Dios. Cuanto más proclama la ciencia un orden exclusivamente objetivo de las cosas, más pone de manifiesto la unidad subyacente en el espíritu; lo hace, desde luego, indirecta e inconscientemente y en contradicción con sus propios principios; sin embargo, en cierto modo afirma lo que pretende negar.

 

En la visión científica moderna, el sujeto humano completo, que implica al mismo tiempo sensibilidad, razón y espíritu puro, se ve sustituido artificialmente

por el pensamiento matemático. Se llega incluso hasta excluir toda visión del mundo frente a la cual se albergan dudas: El auténtico progreso de la ciencia natural, escribe un teórico moderno 1, radica en que se aleja cada vez más de lo que es meramente subjetivo y destaca cada vez más claramente lo que existe independientemente de la mente humana, por lo cual tendrá

poca similitud con lo que la percepción original consideraba real. No se trata, pues, de eliminar todo el conocimiento física y emocionalmente condicionado por el observador individual; hay que despojarse también de lo que es inherente a la percepción humana, es decir, de la síntesis de varias impresiones en una imagen. Mientras que para la cosmología tradicional la

integridad de las imágenes constituye el verdadero valor del mundo visible, confiriéndoles su carácter de

 

1 James JEANS, Die neuen Grundlagen der Naturerkenntnis,

Stuttgart, 1935

 

símbolo y de metáfora, para la ciencia moderna solo el esquema conceptual, al que puedan referirse algunos procesos espacio-temporales, posee un valor cognoscitivo. Esto es debido al hecho de que la fórmula matemática

admite un máximo de generalización sin separarse de la ley del número, por lo cual permanece controlable en el plano cuantitativo. Por esta misma razón no puede captar toda la realidad tal como aparece a nuestros sentidos: la pasa a través de un tamiz, por así decirlo, y considera irreal todo lo que queda excluido en este proceso. En él se suprimen, naturalmente, todos los aspectos puramente cualitativos de las cosas, es decir, todas aquellas cualidades que, aun siendo perceptibles a través de los sentidos, no son exactamente mensurables; son estas cualidades las que representan para la cosmología tradicional los indicios más claros de las realidades cósmicas, que

atraviesan el plan cuantitativo y lo trascienden. La ciencia moderna no solo prescinde del carácter cósmico de las cualidades puras, sino que también pone en duda su existencia desde el momento en que se manifiestan en el plano físico. Para ella, los colores, por ejemplo, no existen como tales, sino solo como impresiones subjetivas de diversos grados de oscilación de la luz: Una vez admitido el principio, escribe un representante de esta ciencia 2, según el cual las cualidades percibidas no pueden considerarse como cualidades de las propias cosas, la física propone un sistema absolutamente obvio e indiscutible de respuestas a las preguntas relativas a lo que realmente subyace en esos colores, sonidos, temperaturas, etc.. ¿Acaso el carácter univoco al que se alude no consistirá en el hecho de haber reducido en gran medida la cualidad a la cantidad? Con ello la ciencia moderna nos invita a

sacrificar una buena parte de lo que para nosotros

 

2 Β. BAVINE, Hauptfragen der heutigen Naturphiliisiphie,

Berlin, 1928.

 

constituye la realidad del mundo; lo que nos ofrece a cambio son esquemas matemáticos cuya única ventaja consiste en ayudarnos a manejar la materia en el plano que esa ciencia elige, es decir, el de la mera cantidad.

 

Este proceso de la realidad pasada por el cedazo matemático rechaza no solamente las cualidades llamadas secundarias de las cosas perceptibles, como son los colores, olores, sabores y las sensaciones de frio y calor, sino también y principalmente lo que los filósofos griegos y los escolásticos llamaron la forma, es decir, el sello cualitativo, la marca de la unidad esencial de una criatura. Para la ciencia moderna esta forma esencial no existe: La creencia acariciada por algunos aristotélicos, escribe un representante del punto de vista moderno, de poder, mediante una "

iluminación" de nuestro intelecto, por obra del intellectus. agens, entrar intuitivamente en posesión de los conceptos relativos a la esencia de las cosas de la naturaleza, no es más que un hermoso sueño... Las esencias de las cosas no pueden ser contempladas, sino que deben deducirse de la experiencia mediante una ardua labor de investigación 3. Un Plotino, un

Avicena o un Alberto Magno le habrían probablemente replicado que nada es tan evidente en la naturaleza como las esencias (no los conceptos de la esencia) de las cosas, desde el momento en que se manifiestan en

sus formas. Estas, desde luego, no pueden descubrirse mediante una ardua labor de investigación, dado que no pueden medirse cuantitativamente; sin embargo, la penetración espiritual, que si las capta, se apoya espontáneamente en la percepción sensible y, en cierto modo, también en la imaginación, en la medida en que esta sintetiza las impresiones recibidas del exterior.

 

3 Josef GEISER, Allgemeine Philosophie des Seins und der

Natur, Munster (Westfalia), 1915.

 

¿Qué seria, por otra parte, ese intelecto humano que intenta comprender la esencia de las cosas mediante una ardua labor de investigación? O está en

condiciones de alcanzar su meta o no lo está. Sabemos que el intelecto humano es limitado; pero también sabemos, por otra parte, que puede captar verdades que subsisten independientemente del individuo aislado; en otras palabras, que en el intelecto se expresa una ley que está por encima del individuo. Sin entrar en discusiones filosóficas, podemos comparar la relación

del intelecto individual con su fuente cognoscitiva supraindividual, el espíritu puro —definido por la cosmología medieval como intellectus agens y, en sentido más amplio, como intellectus primus—, con la relación existente entre el reflejo y la fuente luminosa; esta imagen expresa la realidad mejor y más exhaustivamente que cualquier definición: el reflejo está limitado por el

medio en el que se produce; para el intelecto humano ese medio es la facultad racional y, en un sentido más general, la psique; pero la naturaleza de la luz es

esencialmente siempre la misma, tanto en su fuente como en su reflejo; igualmente es así para el espíritu, que, sean cuales fueren los limites formales, es siempre el mismo. El espíritu, por otra parte, es, por su propia esencia, conocimiento; tiene la virtud de conocerse a sí mismo, y en la medida en que se conoce a si mismo, en principio, conoce también todas las posibilidades

en él comprendidas. Este es el acceso, no tanto a la estructura material de cada cosa en particular, como a sus esencias.

 

El verdadero conocimiento cosmológico se basa siempre en los aspectos cualitativos de las cosas, es decir, en las formas como trazas de la esencia. He aquí por qué la cosmología es a la vez directa y especulativa,pues capta las cualidades de las cosas inmediatamente, sin rodeos ni dudas, extrayéndolas de sus circunstancias particulares para contemplarlas en su realidad universalmente valida, que se manifiesta en diferentes planos existenciales al mismo tiempo. Respecto a la dimensión horizontal de la existencia material,

la dimensión de las cualidades cósmicas es vertical, pues une lo inferior con lo superior, lo transitorio con lo eterno. Así contemplado, el cosmos

revela su intrínseca unidad descubriendo al mismo tiempo una cambiante multiplicidad de aspectos y dimensiones. Tales contemplaciones suelen ser de una belleza poética que no resta nada a su veracidad, ya que toda autentica poesía contiene un presentimiento de la unidad esencial del mundo.

 

Si a esta visión de las cosas se le puede reprochar el ser más contemplativa que practica y el omitir las relaciones materiales de las cosas entre sί —reproche que en realidad no es tal—, de la ciencia moderna,

en cambio, podría decirse que despoja al mundo de su jugo cualitativo.

 

El gran argumento a favor de la ciencia moderna estriba en su éxito técnico; argumento de gran peso en la conciencia de la masa, aunque menor a los ojos de los científicos, que se dan perfecta cuenta de las veces que

un descubrimiento técnico ha partido de teorías totalmente insuficientes o incluso erróneas. Como prueba de verdad en el sentido más profundo, el éxito

técnico -es asaz dudoso; en efecto, una teoría puede captar la realidad en la medida requerida por determinada aplicación técnica e ignorar, sin embargo,

su verdadera esencia. Así ocurre con frecuencia, y las consecuencias de una poco sabia dominación de la naturaleza es cada vez más evidentes: en un principio se pusieron de manifiesto, sobre todo, en un plano humano, imponiendo al hombre una forma de vida mecanizada, contraria a. su verdadera naturaleza; en una segunda fase, estos inventos, que siempre se caracterizan más por el no saber que por el saber, ejercen sus efectos nocivos en el reino viviente 4; y, aun cuando este proceso no alcance a poner en peligro las propias bases de la vida terrena 5, en un momento dado, cuando las consecuencias de las intervenciones imprudentes en la naturaleza se hayan acumulado y acelerado inesperadamente, para evitar calamidades aun mayores 6 habrá que soportar los sacrificios mayores de cuantos el hombre haya debido nunca soportar para la mera conservación de su existencia.

Podemos objetar que la ciencia como tal es responsable de esta evolución, que se halla ya contenida en la propia estructura de la ciencia moderna. Evolución

que nace de una unilateralidad determinada, en primer lugar, por el hecho de que, siendo el mundo fenoménico infinitamente múltiple, cualquier ciencia

que lo trate solo podrá ser incompleta. Además, la mezcla peligrosa y explosiva de saber y no saber, característica de la ciencia moderna, se debe a que niega

sistemáticamente todas las dimensiones no puramente físicas de la realidad. Esta exclusividad verdaderamente inhumana de la ciencia moderna es responsable de fisuras, ya implícitas en sus propios fundamentos; estas fisuras, que no afectan solo al plano teórico, están lejos de ser inofensivas; representan, al contrario, en sus consecuencias técnicas, otros tantos gérmenes

de una catástrofe.

 

4 Es interesante notar, en este contexto, que sea ahora, precisamente,

la primera vez que se ve seriamente perjudicada la

pureza del agua, del aire y de la tierra. La pureza de estos

elementos, que siempre se restablece por sί sola, es la expresión

del equilibrio de la naturaleza, razón por la cual tierra,

agua, aire y fuego fueron sagrados en todas las edades precedentes.

 

5 Esto puede suceder también independientemente de los

peligros de la fisión atómica.

 

6 El hecho de que los gobiernos intervinieran en el control

de nacimientos significarla una intromisión en la vida del individuo

inimaginable hasta ahora, incluso bajo los regímenes

dictatoriales mas feroces.

 

La concepción puramente matemática de las cosas,al estar inevitablemente ligada a la naturaleza esquemática y discontinua del número, omite todo lo

que, en el inmenso tejido de la naturaleza, está hecho de pura continuidad y de relaciones sutilmente mantenidas en equilibrio. Ahora bien, la continuidad y el equilibrio son, por otro lado, más reales que lo discontinuo o anecdótico e infinitamente más preciosas; son, simplemente, indispensables para la vida.

 

Para la física moderna, el espacio en que se mueven los astros y el espacio medido por las trayectorias de los cuerpos más pequeños, como los electrones, se concibe como un completo vacío. Aunque esta concepción sea contraria a la lógica y a cualquier representación intuitiva, se mantiene porque permite representar las relaciones espaciales y temporales entre los diferentes cuerpos o corpúsculos de manera matemáticamente pura. En realidad, un punto físico suspendido en un vacío absoluto carecería a totalmente de relación con cualquier otro punto físico; estaría, por así decirlo, suspendido en la nada. Aunque se hable de campos magnéticos que establecerían relaciones entre cuerpo y cuerpo, no se especifica como esos campos magnéticos se sostienen. El espacio totalmente vacío no puede existir; no es sino una abstracción, una idea arbitraria que demuestra hasta donde llegar el pensamiento matemático cuando, artificialmente, se desvincula de la intuición concreta de las cosas.

Se nos dice que la realidad no se conforma necesariamente a nuestros conceptos innatos de espacio y tiempo; pero a la vez se da por sentado que el universo físico se conforma a ciertas fórmulas matemáticas que después de todo se basan en axiomas igualmente innatos.

Confía en suma en que el tejido del mundo será siempre y en todas partes idéntico al minúsculo pedacito que el hombre puede probar. ¡ Qué mezcla singular de total confianza por parte de la física y de desconfianza matemática frente a los conceptos directamente dados de espacio y tiempo.! ¿ Qué ocurriría si -como puede fácilmente suceder- si se cuestionara la validez universal de la supuesta velocidad de la luz?

 

De acuerdo con el esquematismo matemático, la materia es concebida como algo inconexo, como un elemento discontinuo, pues se considera que los átomos, así como los corpúsculos de los que están compuestos, se encuentran en el espacio mucho más aislados que los mismos astros. Cualquiera que sea

concepción del orden atómico dominante – las teorías sobre la materia se suceden con una rapidez desconcertante- siempre se trata, sin embargo, de un sistema dentro del ámbito de puntos físicos o energéticos distintοs. Más, puesto que el medio por el que estas minúsculas partículas de la matera pueden ser observadas, suele ser la luz, representa a su vez un continuo, de ahí surge en seguida una contradicción entre una representación discontinua y una representación continua de la materia, cuando luego se intenta superar

esta contradicción, resulta de ello una situación sin salida, como cuando el acto de ver intenta verse a sí mismo.

 

La ciencia moderna, que a pesar de su pretendido pragmatismo busca una explicación valida y exhaustiva de los fenómenos visibles y cree encontrar la razón última de la naturaleza de las cosas en una determinada estructura intrínseca a la materia física, debe suministrar la demostración de que toda la riqueza cualitativa del mundo sensorialmente perceptible se basa en las agrupaciones cambiantes de pequeñísimos corpúsculos. Es evidente que esta reducción está destinada al fracaso, pues si bien estos modelos llevan en

si aun ciertos elementos cualitativos —aunque solo se tratara de su imaginaria estructura espacial—, se trata, al fin y al cabo, de una reducción de la cualidad

a la cantidad; pero la cantidad jamás podrá comprender la cualidad.

 

En su obra De Unitate et Uno, Boecio comparo convincentemente la forma de una cosa, es decir, su aspecto cualitativo, con una luz mediante la cual conocemos la esencia de la cosa en cuestión. Prescindiendo lo mas posible de los aspectos cualitativos de la existencia física con la intención de captar su fondo cuantitativo, o sea, la materia pura, se actúa como un hombre que

apagase todas las luces para escrutar mejor la naturaleza de las tinieblas.

 

Asi, la ciencia moderna no aprehenderá nunca la esencia de la materia en que este mundo se fundamenta. Ni siquiera se le acercara, ya que con la progresiva

exclusión de todas las características cualitativas en favor de definiciones puramente matemáticas de la estructura material, se sitúa dentro de unos límites en los que la exactitud se convierte en indeterminación. Es eso precisamente lo que ha ocurrido, llevando a la física nuclear moderna a sustituir progresivamente la lógica matemática por estadísticas y cálculos de probabilidades. Parece como si las leyes de causa y efecto no alcanzasen plenamente los terrenos a los que ha sido empujada en nuestros días esa ciencia; la lógica se pone en duda y se empieza a especular sobre si el

fenómeno basilar de la naturaleza es determinado o indeterminado, y si, en el segundo de los casos, las llamadas leyes de la naturaleza no serían más que una especie de aproximación estadística. Esta claro que entre el mundo cualitativamente diferenciado y la materia indiferenciada hay, por así decirlo, una zona intermedia, la zona del caos. La indeterminación pertenece al caos, y en él se incluye la desproporción entre lo que parece causa y lo que parece efecto. Son característicos de esta zona los siniestros peligros que la escisión

atómica implica.

 

Si las antiguas cosmogonías parecen infantiles e ingenuas cuando las tomamos literalmente y no en su simbolismo —lo que significa no comprenderlas—, las teorías modernas sobre el origen del mundo son, por

demás, simplemente absurdas; no ya por su formulación matemática, sino por la ingenuidad con que sus autores se constituyen en testigos imparciales del fenómeno cósmico. A pesar de su convicción, expresamente profesada y tácitamente presupuesta, de que el propio espíritu humano no es sino un producto de tal fenómeno, si fuera ello cierto, ¿cuál sería, entonces, la

relación entre esa nebulosa primordial de cuyo torbellino material se querría hacer derivar el mundo, la vida y el hombre, y ese pequeño espejo mental que se pierde en conjeturas —no otra cosa seria la inteligencia para los científicos—, seguro de encontrar en si mismo la lógica de las cosas? .¿Como puede el efecto ser juez de su propia causa? Si en la naturaleza existen

leyes constantes —las leyes de la causalidad, del número,

del espacio y del tiempo— y si algo en nosotros mismos tiene derecho a decir: esto es verdadero, aquello es falso, ¿quién garantiza la verdad: el objeto o

el sujeto conocedor? ¿Acaso nuestro espíritu no es más que espuma sobre las olas del océano cósmico, o existe en su fondo un testigo intemporal de la realidad?

 

Algunos defensores de tales teorías nos responderían que solamente se ocupan de la realidad física y objetiva y no se pronuncian sobre los fenómenos subjetivos; probablemente se referirían a Descartes, quien definió espíritu y materia como dos realidades coordinadas pero distintas una de otra. Esta concepción contiene una pizca de verdad, aunque se equivoca en su unilateralidad. Desde luego, el dualismo cartesiano preparo a las mentes para prescindir de todo lo que no fuera naturaleza física, como si el hombre mismo no fuera la demostración de que la realidad encierra en si múltiples modos o grados de existencia.

 

El hombre de la antigüedad, que imaginaba a la Tierra como una isla circundada por el océano primordial y al cielo como una cúpula protectora, o el

hombre medieval, que veía los cielos como esferas concéntricas que desde el centro de la Tierra se irían escalonando hasta la esfera, que todo lo abarca y no limitada en si misma, del Espíritu divino, esos hombres tenían ciertamente una concepción errónea de las relaciones reales del universo físico; en cambio, eran conscientes del hecho, infinitamente más importante, de que el mundo corporal no representa toda la realidad, la cual esta como circundada y penetrada por una realidad más amplia y mas sutil, que se halla a su vez

contenida en el Espíritu; indirecta o directamente, sabían además que, respecto al Infinito, la vastedad del universo es nula.

 

El hombre moderno ha aprendido que la Tierra no es más que una esfera suspendida en un abismo sin fondo, con un movimiento vertiginoso y complejo regido por otros cuerpos celestes, incomparablemente mayores que esta Tierra e increíblemente lejanos; sabe que la Tierra en la que vive no es más que un granito de arena con relación al Sol y que el Sol no es más que un granito de arena respecto a las miríadas de otros astros incandescentes; y sabe que todo se mueve. Una irregularidad en ese juego de movimientos astronómicos,

la incursión de un astro extraño en el sistema planetario, una variación en la trayectoria solar o cualquier otro accidente cósmico, bastarían para que la

Tierra se tambaleara en su rotación, para trastornar la sucesión de las estaciones, para cambiar la atmosfera y destruir a la humanidad. El hombre moderno sabe también que el mínimo átomo contiene fuerzas que, una vez desencadenadas, incendiarían la Tierra casi instantáneamente. Para la ciencia moderna, tanto lo infinitamente grande como lo infinitamente pequeño

se presentan como un mecanismo complicadísimo cuyo funcionamiento depende de una serie de potencias ciegas.

 

No obstante, el hombre de nuestro tiempo vive y actúa como si el desarrollo normal y cotidiano de los ritmos de la naturaleza le estuviera asegurado. Efectivamente, no piensa ni en los abismos del mundo estelar ni en las terribles fuerzas latentes en cada brizna de materia. Contempla el cielo encima de él como lo ve cualquier niño, con su Sol y sus estrellas, pero el recuerdo de las teorías astronómicas le impide reconocer en ellos signos divinos. El cielo ha dejado de ser para el la manifestación natural del Espíritu que engloba al mundo y lo ilumina; sustituye esta visión ingenua y profunda de las cosas por el saber científico, no como una nueva conciencia de un orden cósmico superior, un orden del que, como hombre, forma parte, sino como una desorientación, un desasosiego irremediable ante abismos sin común medida con su persona. Porque nada le recuerda que, en definitiva, el cosmos entero está contenido en él, no en su ser individual, cierto, sino en el espíritu que está en él y que al mismo tiempo es más que él y que todo el universo fenoménico.